Calle principal de Calatañazor.
UNA LUPA SOBRE LA HISTORIA

El victorioso de Dios

A veces las verdaderas historias se encuentran en lugares como Calatañazor, pueblecito soriano que fue testigo de la derrota del caudillo Almanzor

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La Historia es a veces grandilocuente y orgullosa y a veces tímida y humilde. Es necesario sacar del cajón de la humildad algunas gestas que no merecen el baúl del olvido, pero a veces es también necesario dosificar el orgullo y colocarlas en el terreno de su justa medida.

Algo así nos pasó al estudiar la Reconquista; leímos con satisfacción que las huestes cristianas, al mando del Conde de Castilla, don Sancho García, derrotaron y dieron muerte al temible caudillo musulmán Almanzor, en la famosa batalla de Calatañazor. Pues bien, parece que las cosas no fueron realmente así.

Hace casi veinte años, una fría tarde de invierno, visité Calatañazor. Para quien no haya oído este nombre, es necesario aclarar que se trata de un pequeño pueblo de la provincia de Soria, que pasó a la historia porque allí se dio la batalla que cambió considerablemente el curso de los acontecimientos durante la Reconquista.

Los hechos ocurrieron en el verano de 1002. Por aquellos tiempos, la principal preocupación de todos los cristianos que poblaban la Península Ibérica, que aún no se llamaba España, era, sin duda alguna, expulsar a los invasores árabes que ya llevaban aquí casi tres siglos.

Pero la Reconquista encontraba tremendas dificultades derivadas, de una parte, del propio carácter de los pueblos godos, enzarzados constantemente en luchas entre ellos por la propia hegemonía, pero sobre todo, porque el enemigo era muy superior.

Desde el año 929, en que Abderramán III se proclamó califa independiente, después de conquistar Córdoba, el Califato, gobernado por los Omeyas, hacía sombra al de Bagdad de los Abasíes.

Pero lo mismo que en tierras cristianas, los invasores estaban fuertemente divididos y diferentes facciones como los sirios, los bereberes y los propios árabes, se disputaban el poder y las tierras. A la muerte de Abderramán, le sucedió su hijo Alhaken II y ese momento supone el inicio de la carrera militar y política de este caudillo.

Su nombre era larguísimo, pero se le conocía por Al-Mansur Billah, que quiere decir 'El Victorioso de Alá'. En el lado cristiano le llamaban simplemente Almanzor.

Joven inteligente y ambicioso, había estudiado leyes y letras en Córdoba y pronto empezó a destacar hasta ser nombrado intendente del heredero del califato, el príncipe Hisham. Cuando murió su padre, el príncipe tenía once años y algunas de las facciones poderosas pretendían sustituirlo por su tío Al-Mugirah, hermano del califa muerto.

Aquí entró Almanzor en liza por primera vez, pues se encargó de asesinar al pretendiente al trono, asegurando la sucesión de Hisham II y su propio lugar en la corte.

Su figura alcanza gran popularidad por la supresión de tributos sobre las tierras y otras medidas demagógicas que tomó, pero sobre todo, por su destacada carrera militar, al frente de los ejércitos del califato.

Su ambición no tenía límites y su falta de escrúpulos contribuía eficazmente a alzarlo con todo el poder. Tenía al califa Hisham totalmente apartado de cualquier acto de poder; acabó con el visir del califato que le hacía sombra y por último, derrotó y mató a su suegro, el prestigioso general Galib, con cuya hija se había casado para asegurarse una buena alianza.

Todos los años, por la primavera, el caudillo Almanzor se ponía al frente del ejército y marchaba de correrías por las fronteras con los reinos cristianos del norte, causando enormes destrozos y saliendo victorioso en todas las campañas.

Hasta cincuenta y seis incursiones realizó, asolando ciudades como León y Zamora, o saqueando otras tan lejanas como Barcelona y Santiago de Compostela.

Después de arrasar esta ciudad y destruir su iglesia, hizo desmontar las campanas que trasladó hasta Córdoba, cargadas a hombros de cristianos prisioneros.

A pesar del odio que el caudillo musulmán tenía hacia todo lo cristiano, respetó la tumba del Apóstol, lo que se ha interpretado como su mayor error táctico, pues al permanecer intacta la sepultura y atribuido el hecho a la intervención del Apóstol, se incrementó la afluencia de peregrinos con sus múltiples consecuencias.

Tal era su prestigio y tan desmedida su ambición que forjó la idea de convertirse en califa. Y ese fue un hecho decisivo en la Historia de España, porque lo sucedido después, desencadenó la descomposición del califato de Córdoba y la aparición de los Reinos de Taifas, contra los que los cristianos tuvieron mucho más fácil combatir y alcanzar grandes victorias.

Pero estábamos en un pueblo soriano de extraordinaria belleza: Calatañazor.

En la actualidad es un municipio de sesenta habitantes, todos mayores y muchos de ellos ancianos que no quieren abandonar un pueblo en el que han vivido como si estuvieran en plena Edad Media.

Y se cuenta en aquel pueblito una historia que poco tiene que ver con lo que habíamos estudiado en los libros y que la cultura popular había acuñado. Y es que se ha presentado la batalla de Calatañazor, como la gran victoria cristiana que consiguió derrotar al caudillo Almanzor que murió a consecuencia de la heridas sufridas.

Pero eso no es lo que nos explicó un vecino que había recibido por tradición oral, la crónica de lo que aquel día, 8 de agosto de 1002, ocurrió en la vega, a los pies de la peña en la que se asienta el pueblo.

Calatañazor se encuentra estratégicamente situado sobre una montaña rocosa que domina el Valle de la Sangre, nombre debido al color rojizo de la tierra cuando la ilumina el sol crepuscular, como se recoge en la fotografía que ilustra esta página.

Aquella tarde, los habitantes de Calatañazor divisan, muy a lo lejos, un grupo de hombres que se acerca hacia el pueblo caminando a lo largo del cauce del río.

La gente sospecha que puede tratarse de una partida de moros de las que suelen adentrarse en tierras cristianas para hostigar a sus habitantes, hacer prisioneros y botines y destruir iglesias y monasterios, ya que esa era una de las aficiones preferidas de los invasores y es lo que solía hacer el caudillo Almanzor que aquel año había salido de correrías por la zona de La Rioja.

Los habitantes del pueblo estuvieron observando a aquella partida de guerreros que se acercaba y convencidos de que eran moros, dieron aviso a las tropas del Conde de Castilla, don Sancho García que se encontraban cerca del lugar.

Acudió el conde con su gente a la salida del valle, en donde esperaron que llegasen los moros, que casualmente transportaban a Almanzor que había caído enfermo y se encontraba muy debilitado.

El caudillo árabe debía tener 64 años, edad muy avanzada para la época y además, una vida plagada de sobresaltos, que influirían en la merma de su salud. Aquel año inició las correrías sin estar en buenas condiciones físicas, situación que se fue agravando, hasta tenerlo postrado y por eso, sus huestes, lo conducían hacia un lugar seguro.

La cuestión es que la partida del Conde de Castilla consiguió derrotar a la tropa musulmana que huyó a refugiarse en Medinaceli, donde días después falleció Almanzor como consecuencia de las heridas que sufrió en aquella escaramuza que, sin duda, agravaron su ya precario estado de salud.

Fue enterrado en aquella ciudad y en Córdoba la noticia de su muerte se acogió con una doble sensación de pena y alegría.

Antes de morir nombró sucesor a su hijo Abdel-Malik Al Muzaffar, que mantuvo al califa Hisham II en la misma situación que había estado hasta entonces, es decir, recluido en una jaula de oro, rodeado de lujos y mujeres, pero ajeno a la política del califato y sin poder alguno.

Pero la ambición era tónica común en la familia del caudillo y su segundo hijo, Abderramán Sanyul, conocido popularmente como 'Sanchuelo', envenenó a su hermano para hacerse con el poder.

Esta muerte fue el desencadenante de una guerra civil entre los partidarios del califa y los del descendiente de Almanzor, dando lugar a la fragmentación del califato y el inicio de los llamados Reinos de Taifas.

Es una situación curiosa al comprobar que aquél que había sido el mayor azote de los reinos cristianos, el caudillo invicto bajo cuyo mandato alcanzó el califato de Córdoba su mayor esplendor, fuera también la figura que propició el declive de tan pujante civilización.

Y todo se inició en aquel Valle de la Sangre que se divisa desde el pueblecito de Calatañazor, a donde llegué una tarde fría de invierno.

Para terminar esta historia, cuenta la tradición que aquellas campanas de Santiago que, a hombros de cristianos, fueron trasladadas hasta Córdoba, cuando Fernando III, El Santo, conquistó la ciudad, hizo justamente lo contrario y a hombros de moros fueron retornadas hasta su antiguo emplazamiento.