Sociedad

La familia Franco abre por vez primera el Pazo de Meirás al público

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Es el museo de los horrores». Manuel Pérez Lorenzo, un joven historiador de Sada que participa en la Comisión por la Recuperación de la Memoria Histórica de La Coruña no encuentra mejor modo de resumir su breve visita al Pazo de Meirás, el lugar, popularizado por el No-Do, donde pasaba Franco sus largos veranos. Trataré de explicarles por qué.

Ayer, por vez primera, el Pazo de Meirás abrió sus puertas al público, como hará todos los viernes tras el acuerdo alcanzado entre la Xunta y los herederos del general. Modesto Ayaso (65) y su hermano Valentín (77) fueron los primeros paisanos, la excepción entre una nube de cámaras y micrófonos, en poner los pies en la emblemática propiedad. Modesto, gallego emigrado, vive «en Manhattan, en pleno corazón de Nueva York», dedicado al transporte de yates de lujo. Pasa ahora una temporada en Santa Eugenia de Ribeira y no ha dejado escapar la oportunidad. «Serví en las Fuerzas Armadas cuando Franco era caudillo como cabo de maniobras. Le guardo mucha simpatía, sí. Y también tengo nostalgia. El pazo está muy bonito, refleja la vida que llevaba el caudillo en sus días aquí, un sitio maravilloso. Me ha impresionado su despacho, los ciervos que cazó...». Modesto dice verdades como puños. Quien visite Meirás (basta un correo electrónico a visitas.pazomeiras@prosegur.com) guardará para siempre en su memoria un recuerdo indeleble: Para muchos, un catálogo del horror. Para otros, un viaje a la nostalgia.

Entramos en el segundo grupo, a las 11 de la mañana. Junto a las garitas de granito, ancianas vecinas de la parroquia de Meirás se asoman al arrimo del aire noticioso de las televisiones. Manuela recuerda su infancia, cuando, con otras niñas del colegio de San Vicente de Paúl, acudían al pazo a recoger flores para la capilla. «Aquí se plantaban patatas que mandaban a Madrid para que Franco las comiera todo el año», apunta. «Su Excelencia (en Meirás aún se estila ese tratamiento) se llevaba muy bien con las monjas», apunta la mujer.

A la finca se entra por una fresca vereda, guarnecida por altos árboles de sombra: a la derecha encontramos la casona de los guardeses. La protege de las meigas un crucero de granito invadido por líquenes naranjas. Es una reproducción exacta del croque de la catedral de Santiago, donde los peregrinos se pegan el preceptivo cabezazo para honrar al apóstol.

Sergio García (21 años), un chaval de Oleiros que estudia Turismo, será nuestro guía y el de los visitantes que acudan aquí. Lo contrata Prosegur y su chaqueta roja refulge entre tanta verdura. Sergio es rubio, majo, atento y voluntarioso. Pero no sabe gran cosa del lugar en los tiempos oscuros del franquismo. «Hay muchos datos, pero poca información», confía.

Tras una curva a izquierdas asoman las tres torres. Que eso, y no otra cosa era el lugar de veraneo del dictador. Torres que fueron el hogar de Emilia Pardo Bazán, gloria gallega de las letras, que escribió aquí sus obras estelares.

La finca es una reconstrucción de un antiguo fuerte del siglo XIV, quemado durante la invasión napoleónica y encargada por la condesa de Pardo Bazán, madre de la escritora. Luego la novelista bautizó como Torre de La Quimera al lugar donde novelaba. «Este era el centro de la intelectualidad gallega. Por este pazo pasaron Unamuno, Giner de los Ríos, Alfonso XIII... Por desgracia, Carmen Polo mandó quemar toda la correspondencia de la escritora durante su primera visita, en 1937, antes de la donación. Hemos perdido un tesoro», se duele el estudioso Manuel Pérez.

Lo primero que se muestra de las graníticas construcciones es la capilla. Aquí se recogían a diario los Franco, aquí les confesaba el párroco de Meirás, don Antonio Rodríguez, y se supone que aquí mismo pedirían el perdón de sus pecados... El lugar, coronado por un galeón dorado que lleva cosido a la borda el lema 'Nadie es contra Nos', lo preside un oscuro altar tallado en madera, traído del pazo de Santa María de Sada. Vemos el cuadro de un doliente Cristo Crucificado, algunos reclinatorios tapizados en terciopelo púrpura, otros exvotos en forma de barcos con vela latina...

Carmencita en seda azul

Pisamos luego el mullido césped. Al fondo, en este pequeño altozano, se ve Sada, con su trocito de mar, Betanzos y la parroquia de Mondego. Los Franco escogieron bien el lugar, con brisa, vistas y mucho granito. A nuestras espaldas, entre los esbeltos magnolios, la ría de La Coruña.

¡Plaf! El primero en la frente: al fondo de la escalinata aparece un enorme busto en bronce macizo del general. Hay dos ánforas vinarias con aglomeraciones marinas, cuatro gigantescos colmillos de elefante y un retrato de Franco, muy joven, con boina roja y la bandera nacional que ondea al viento, la misma imagen de nuestras enciclopedias infantiles; también un retrato al óleo, muy romántico, de Carmencita vestida de brillante seda azul con pliegues. Seis grandes trofeos de ciervo de récord, colmados de puntas, reciben a los visitantes.

Espingardas y cabras

También hay una colección de espingardas morunas muy repujadas, una colección de sables y de katanas samuráis, decenas de cuernas de corzo (cazadas por los nietos, nos dicen), el cabezón disecado de un buey cafre... Trepamos por las escaleras, camino de la biblioteca entre cabezas de muflones, cabras hispánicas y kudus.

La biblioteca la preside un óleo de M. Bertuchi, 'La batalla de África'. Franco legionario, a caballo y con el brazo en alto, saluda a las tropas de Regulares y moras que, desde Melilla, acuden a apoyar el golpe de Estado. Hay un par de piezas de cerámica china en esta estancia tapizada de libros: el visitante (apremiado por los guardas de seguridad que amenazan con expulsarle del lugar) anota algunos títulos a voleo: 'Hirondelles de plage. La Machine pour finir la guerre'. 'Diario de Santa Elena', de Napoleón. Una Historia de Álava y otra de Extremadura... La biblioteca está presidida por un tapiz con el lema 'Una, Grande y Libre'. Hay un guión de caballería, un par de pollos de codorniz disecados en urnas...

Abajo, en una sala pintada de verde, entre vajillas y sofás forrados en seda, se muestra el cuadro de un florero pintado al óleo por Franco, muy festoneado y colorido. Todo tiene un aire viejuno, trasnochado, y un aroma a cerrado que no escapa a un olfato sensible. Es el perfume del pasado.