El secretario abre la puerta de su despacho como hace cada año instantes antes de anunciar el Nobel. :: PAU SANCLEMENTE
Sociedad

El hombre que hace felices a los escritores

Peter Englund, secretario del jurado del Nobel y autor de un libro sobre la Primera Guerra Mundial, abre las puertas de la Academia sueca

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Cada año, un jueves de octubre, dieciséis académicos suecos se reúnen en un salón de paredes blancas con molduras doradas, decorado con bustos y medallones de predecesores de los presentes, y con ventanas protegidas por unas cortinillas translúcidas y cristales antibalas. Tras un debate breve, escriben un nombre en unas papeletas que depositan en una jarra metálica con tapa. Quien obtiene más votos entra de inmediato en la posteridad porque una hora más tarde el mundo conocerá que acaba de ganar el Nobel de Literatura. Es el ritual que todos los otoños genera una expectación enorme y el mayor protagonista del mismo es su secretario permanente, Peter Englund. Él fue quien el pasado 7 de octubre abrió la puerta de su despacho y ante una multitud de periodistas, fotógrafos y cámaras de televisión anunció que Vargas Llosa se incorporaba a la lista más selecta del planeta.

Peter Englund, historiador y autor del libro 'La belleza y el dolor de la batalla', recién traducido al español, ocupa el cargo desde 2009 y fue elegido académico siete años antes. Él tiene la tarea de dirigir la actividad diaria de esta institución nacida a imagen y semejanza de la Academie Française y que sorprende por la ligereza de su aparato administrativo. Es el propio Englund quien, en ausencia de su secretaria, abre la puerta del edificio al pequeño grupo de periodistas con quienes va a hablar de la institución a la que pertenece y del volumen en el que cuenta la Primera Guerra Mundial desde una perspectiva novedosa. La Academia ocupa un caserón muy próximo al Palacio Real. Antes fue la Bolsa de Comercio y está en el centro mismo de Gamla Stan, el casco histórico de Estocolmo.

El fundador de la Academia sueca fue el rey Gustavo III. Corría el año 1786 y solo seis más tarde el monarca fue asesinado, un episodio recreado por Verdi en 'Un baile de máscaras'. Tiene 18 miembros aunque en la actualidad solo 16 participan en las sesiones. Los otros dos la han abandonado por diferencias de criterio con sus compañeros, pero como son cargos vitalicios no es posible relevarlos hasta su muerte.

Cuando se produce una vacante, los restantes miembros eligen al sustituto aunque el rey debe ratificar el nombramiento. Solo una vez se ha negado a hacerlo aunque después terminó por aceptarlo: fue hace un siglo y se debió a que el académico electo había escrito que el monarca era homosexual. Englund lo explica divertido al grupo de periodistas que le escuchan sentados en las mismas sillas numeradas con romanos que ocuparon los primeros académicos, hace 225 años.

La tarea más singular

Las tareas de la Academia son las habituales en este tipo de instituciones dedicadas a velar por el cuidado de la lengua. Pero desde 1901 tiene una muy especial: designar al ganador del Nobel de Literatura. En abril de cada año, el llamado 'comité Nobel' cuenta con una primera selección de una veintena de escritores, hecha a partir de las candidaturas presentadas hasta el 31 de enero por academias de todo el mundo, organizaciones literarias y ganadores del premio. Los académicos se reúnen cada jueves a las cinco de la tarde. Entre octubre y abril tratan asuntos diversos, pero a partir de ese mes el Nobel es su ocupación principal.

La mesa está presidida por el director y portavoz de la Academia, un cargo más honorífico que operativo. A su izquierda se sienta el secretario permanente y el resto de los miembros ocupan sus sillas según su antigüedad en la institución. Más cerca de presidente y secretario los más veteranos, más lejos los más recientes.

La calle que bordea la Academia es tan estrecha que ha sido necesario instalar unas cortinas que protegen a los reunidos de miradas indiscretas. Se evitan así especulaciones sobre los escritores que protagonizan las discusiones. Y cuando hace unos años Salman Rushdie fue invitado a una sesión -ordinaria, ese día no hubo discusión sobre el premio-, la Policía obligó a la institución a poner cristales antibalas.

Junto a la sala de reuniones hay una biblioteca donde están los libros publicados por los candidatos. Es, por decirlo de alguna forma, la antesala del Nobel aunque estar en esa biblioteca tampoco garantiza el premio. ¿Y los autores? ¿Hacen campaña en Suecia? «Si la Academia se siente presionada, rechaza la propuesta», dice tajante Englund. Y pone como ejemplo de comportamiento a Vargas Llosa, quien conocía a uno de los académicos a través del Pen Club, y durante años se mantuvo alejado del mismo para evitar que se pensara que estaba 'trabajándose' el Nobel.

«Somos totalmente independientes y gestionamos nuestros criterios. Un académico dijo una vez que, si quisiéramos, podríamos dar el premio a su gato sin que nadie nos dijera nada», cuenta Englund, quien sin embargo es consciente de que suele criticarse a la institución que se deje influir por las ideas políticas de los escritores. «No es cierto, pero es evidente que algunos están muy implicados políticamente y eso se nota en su obra».

Es inevitable que, rodeado por un grupo de periodistas españoles, surja el nombre de Borges. ¿Su simpatía pública por Pinochet le privó del Nobel? «Creó un problema a los miembros de la Academia, porque nunca se habían encontrado con nada igual. Pienso que Borges se lo merecía y tenían que habérselo dado», se lamenta Englund.

En la actual Academia, todos los miembros fueron elegidos con posterioridad a 1976, que fue el año en que la poderosa candidatura del argentino se frustró por sus incomprensibles elogios al dictador chileno.

Cena en La Paz Dorada

Todo eso pesa en los debates de cada jueves por la tarde y en la cena posterior de los académicos en el restaurante Den Gyldene Freden, el más antiguo de la ciudad, abierto en 1722 y llamado de esa manera (La Paz Dorada) para festejar el armisticio entre Suecia y Rusia tras una larga contienda. En un comedor situado en el piso superior del restaurante -el edificio es propiedad de la Academia-, Englund y sus compañeros cenan y siguen hablando de literatura.

Y así, un jueves de octubre, llega el momento de la votación definitiva. En sucesivas reuniones han ido cayendo nombres y los académicos hacen ya la última elección. Para las doce del mediodía, las papeletas depositadas en la jarra contienen el pasaporte a la inmortalidad. A partir de ese momento, Peter Englund se dirige a su despacho eludiendo el paso por el salón de actos, pese a que es el camino más corto. Sucede que ese espacio rectangular, el mismo en el que dos meses más tarde el galardonado pronunciará su solemne discurso de aceptación y agradecimiento, está invadido por los periodistas que esperan el veredicto, y el secretario no debe dejarse ver. Durante una hora -el premio se anuncia siempre a la una-, Englund y su secretaria tratan de localizar al ganador. Para evitar filtraciones, nunca se hace ninguna gestión previa sobre los candidatos. «Llamar a un agente literario o un editor en nombre de la Academia sueca facilita mucho las cosas para hallar con rapidez al premiado», reconoce Englund. Antes de los teléfonos móviles no era tan extraño que el afortunado se enterara por los medios de comunicación. Incluso recientemente se ha dado al menos un caso: Doris Lessing conoció la noticia cuando, al llegar a su casa cargada con la compra, se encontró con decenas de periodistas apostados junto a su puerta esperando para obtener unas declaraciones. La tensión queda para Englund, porque los quince académicos restantes, de la veterana Gunnel Vallquist, de 92 años, a Lotta Lotass, que solo tiene la mitad, se encaminan a Den Gyldene Freden, donde antes de comer redactarán la motivación del premio. Son esas escuetas líneas que luego aparecen en la web de la Fundación Nobel y que no destacan nunca por su imaginación. A la una en punto, Englund abre la puerta de su despacho. Es el único día del año que no ve frente a sí la sala con sus bancos forrados con tela azul. Lo que encuentra es una nube de informadores nerviosos atentos a sus escuetas palabras: «El ganador del premio Nobel de Literatura de este año es...». El secretario permanente pronuncia el nombre, sonríe ante la habitual salva de aplausos de los periodistas y a continuación regresa al interior de su despacho y se dispone a reunirse con sus compañeros en el restaurante. A esa hora, en algún lugar del mundo, muchos escritores tragan la amargura de la decepción. A uno, Englund le ha hecho feliz.