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Viajar con sombrerera

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Coincidimos, por vez primera, en Togo. Esperábamos, con aplomo, la llegada de un vuelo en Lomé. Me preguntó el tiempo que llevaba esperando, creyendo que deseaba asociarse a mi aburrimiento. Me dijo que se llamaba Kucic, lo que me hizo pensar que era croata. «No, soy de Albania», contestó a mi pregunta. Alto y elegante, iba ataviado con ropa de safari, tocado con un salacot filipino. Le comenté que conocía a otro Kucic, pero croata. «Bien pudiera ser, pues tenemos familia en la zona de Zadar». Le hizo gracia que su «pariente», mi amigo Miro, fuera el director de la herrumbrosa fábrica de conservas Sardina. Su mirada bien recordaba el fondo taciturno y plomizo de Tirana. Viajaba, como yo, a Senegal con un saco de marinero y una inmensa sombrerera.

En Dakar, a los pocos días, me crucé con él por la calle, tocado esta vez con un sombrero tirolés, el que se quitó para saludarme con parsimonia. Caminaba muy despacio, con ritmo procesional y el mismo atuendo sahariano de guardarropía. Por África deambulan muchos personajes misteriosos, sin aparente oficio, adaptados a las licencias modales de ese denso y proceloso, amado, continente. Todos parece que circulan por allí cargando con encomiendas sinuosas, con lastres de pasados tortuosos. La noche del día en que lo volví a ver, nos topamos en el restaurante 'Le lagon', cuando aún no era hotel. Entonces, era un pantalán translúcido.

Para la ocasión, se cubría con un Panamá, conservando el atuendo de cazador furtivo. «Yo viajo siempre con sombrerera. Suelo transportar en ella hasta seis sombreros». Frau Ulrrich, mi casera en Leipzig, salía a la calle siempre con sombrerera, con dos o tres sombreros, algunos sencillos y otros de gran boato. Se los cambiaba dependiendo de lo que esperara recibir tras hacer cola. Para recoger un puñado de patatas, usaba uno morado de paño ajado. El recoger unos gramos de azúcar exigía utilizar el de tul azulado con plumitas. Para ella el sombrero formaba parte de un lenguaje para catalogarse entre los tristes.

Para Kucic, era distinto: «El sombrero le aporta dignidad a la vida. La viste e inviste de liturgia. La vida, aciaga o felicísima, es un devenir solemne, enigmático, serio, que exige ser asumido desde la dramaturgia. Con vestuario y puesta en escena. No es una obscenidad ineducada y descortés. No es un paseo anodino, sino un ejercicio de respeto a las esencias. Un rito amable. Existir comporta el recordar que el saludo exige el destocarse. Es un ejercicio olímpico de respeto al prójimo» (sic). Creo que se refería a la metafísica; al amor.