Ciudadanos

Los días en los que hicimos la libertad

Tras la muerte de Franco y la llegada de la Monarquía, Cádiz vivió intensamente los preámbulos de la democracia

CÁDIZ. Actualizado: Guardar
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El 19 de noviembre de 1975 dos 'gabardinas' de la Político Social registraron el despacho de Javier Anso. Buscaban material subversivo, «libros marxistas editados fuera del país». Los encontraron. «Algo había, no mucho», explica el actual director del San Felipe Neri. Lo suficiente, en todo caso, como para que le dieran cita, sin derecho a réplica, en el juzgado. El mismo día que los españoles lloraban (en público) o celebraban (en privado), el adiós definitivo de El Caudillo, después de cinco semanas de larga y penosa agonía, Anso ingresó en prisión. Cuando trataba de imprimir sus huellas dactilares manchadas de tinta en la cartulina, el funcionario que le cumplimentaba los datos le dijo: «Es usted el primer marianista que vemos por aquí. Soy un antiguo alumno del colegio, así que tranquilo: le trataremos bien». La noche del 20-N, Anso la pasó solo. La celda tenía dos literas. La otra estaba vacía. La muerte de Franco no fue una fiesta. El Régimen funcionaba obstinadamente, por pura inercia, e incluso los optimismas patológicos se mostraban precavidos. No cabían argumentos infalibles. Todos sabían que sin El Generalísimo la historia se emancipaba de la fusta tiránica y del fajín cuartelero, aunque nadie se atrevía a hacer previsiones certeras sobre cuándo y cómo se resolvería la incógnita del mañana. La libertad estaba ahí, más cerca que nunca, pero el camino para alcanzarla seguía poblado de incertidumbres. Todavía, como le ocurrió a Javier Anso, los últimos coletazos de ese cesarismo enquistado, peligroso y cutre, podrían dar más de un susto.

En cualquier caso, Franco cerró los ojos y a España se le abrió una puerta. Aquellos «meses de verlas venir», como los bautizó el líder jornalero gaditano Antonio Cala -preámbulo de varios años aún convulsos y decisivos-, los vivió la juventud de Cádiz entre la esperanza sostenida y el miedo a la reacción, entre el ansia de cambio, la voluntad de compromiso y la conciencia, más o menos clara, de que «la libertad era una experiencia intensa, pero muy frágil», según escribiría décadas después una joven promesa del socialismo provincial, Alfonso Perales, al que el deceso del Cruzado pilló, qué paradoja, haciendo la mili.

Tocaba militar, sí, pero no de uniforme. Pedro Pacheco eligió la Alianza Socialista de Andalucía. «A mí lo de Franco me cogió trabajando en la Caja de Ahorros de Jerez, aquélla a la que llamaban la 'caja roja', porque estaba calada por la izquierda. No, no me fui de fiesta. La dictadura había sido muy triste, y lo que había que hacer era ponerse a currar», recuerda el que fue durante décadas alcalde de Jerez. «Cuando lo de Carrero Blanco... Eso fue distinto. Ahí me enteré de la noticia de resaca», admite.

Espíritu rebelde

En los días posteriores, dice, se dejó llevar por ese espíritu «inquieto, rebelde, revolucionario», con el que afirma que aún se identifica. «Por razones distintas a las de ahora, se hacía necesario implicar a la gente en la política, devolverle el protagonismo al pueblo, siempre desde una actitud crítica, que cuestiona todo lo que suena a dogma». Como la Monarquía, por ejemplo. «Perdimos una oportunidad de oro para darle a este país otro orden, para especificar otra forma de Gobierno». O la Constitución. «Yo me abstuve, y no me arrepiento. Nos olíamos que ese texto estaba pensado para privilegiar a unos territorios y marginar a otros. Me temo que así ha sido».

Los últimos desterrados regresaban a una provincia en la que las niñas lloraban con 'Heidi', los jóvenes escuchaban 'El patio', de Triana, y los mayores, como el arquitecto Juan Acuña, hacían cola para ver 'Jesucristo Superstar' en el Cine Avenida. Los periódicos hablaban de la crisis de la pesca, de la inconsistencia del tejido industrial de la Bahía y de una agricultura en la que un 3% de los propietarios acumulaba el 67% de la tierra cultivable. La sensación, explica Ramón Vargas- Machuca, profesor y filósofo, militante del PSOE desde el 74, «era la de que había mucho, demasiado, por hacer». A él le tocó, junto a otros intelectuales del partido, dotar de contenido teórico la 'tercera vía', ese «espacio autónomo del PCE» que había cuajado en Suressnes, y que implicaba «apostar por una izquierda ajena al comunismo, preservar la historia del PSOE, pero modernizar el ideario». Los socialistas, en Cádiz, no eran más que «un puñado de profesores y estudiantes, con algunos profesionales de otras ramas, como Pizarro, que era administrativo».

Ni Vargas-Machuca ni el propio Luis Pizarro estaban para juergas. A Vargas-Machuca, la noche que «el equipo técnico habitual» dio por fin el visto bueno al cadáver del dictador, fueron a avisarle dos amigos, uno de ellos Juan Gutiérrez (Comisiones), a un piso en el que permanecía oculto por orden de Rodríguez de la Borbolla. «Vinieron para que saliéramos de fiesta, pero los largué pronto, porque no quería que los vecinos supieran dónde estaba escondido». Al día siguiente, después de asomarse varias veces al balcón y «comprobar con alivio que no había tanques en la Avenida», se marchó a Medina. El entierro de Estado lo vio en casa de los padres de Rafael Román.

La ciudad y sus retos

Pizarro tampoco se dejó ganar por la euforia, por más que «la alegría y los nervios iban de la mano». «Yo lo único que hacía era pensar en cómo reforzaríamos la estructura orgánica en la provincia, de cara a hacer frente al futuro». Y ésa fue la tarea a la que se dedicó durante los meses posteriores. Carlos Díaz, otro pilar del PSOE, recuerda así la ciudad: «La capital se encontraba profundamente deteriorada: las plazas y calles estaban llenas de baches, sin apenas equipamientos públicos, la red de saneamiento era muy deficiente, el teatro Falla amenazaba ruina, la catedral llevaba más de 15 años cerrada... Teníamos un solo hotel de cuatro estrellas y para atravesar el puente Carranza pagábamos el peaje. Solventar esa situación constituyó un verdadero reto para la corporación que salió de las urnas en la primavera de 1979».

Antonio Castillo, el actual delegado de Cultura, arrancaba entonces sus estudios de Magisterio. A partir del 79 comenzó a militar en UCD, pero en el 75 solo era un joven más, «ilusionado con la nueva etapa», que se dejaba contagiar por el activismo de muchos de sus amigos, «afines a la Plataforma Democrática». «A pesar de cierto miedo a la involución, aquellos años constituyen el momento más apasionante de la historia reciente española, una lección de consenso inolvidable».