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La España interior

El turismo culto es una noble alternativa a la playa barata y plebeya

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Confieso que me emociona caer por una de esas pequeñas ciudades castellanas en las que a todas horas está sonando alguna campana y toparme en una empedrada calle Mayor con un escaparate de Loewe, o sea, comprobar el espectacular salto económico que ha dado mi país en sólo veinte años. Confieso que ése es, al menos en mi caso, un eficaz ejercicio terapéutico para atenuar las tristezas y temores apocalípticos de la crisis. 'Quien tuvo, retuvo' y 'que nos quiten lo bailao', me digo para consolarme en esas ocasiones en las que caigo por una adusta y a la vez rejuvenecida localidad de Castilla. Y me sigo regodeando durante unas horas en los signos de la prosperidad española que me demuestran que no, que aún no estamos en Grecia por mal que haga las cosas este Gobierno; que hasta Grecia hay todavía un buen trechito. Esa España que en dos décadas ha cambiado tanto me libra de la tentación al llanto noventayochista, que se está poniendo de moda por culpa de los intelectuales de derechas que nunca llegaron a la generación del 27 y que no pasaron de Unamuno. Esa España, sí, que les ha sacado brillo a sus catedrales o a sus colegiatas y que les ha pegado al lado un escaparate de Armani o de Carolina Herrera. Donde antes había una barbería llena de moscas, ahora hay un neón en el que se lee 'Dioni, estilista'. Donde había una deprimente pensión llena de ratas ahora hay un pizpireto NH o un HACE que ha restaurado la sillería de la fachada y le ha puesto una cúpula de cristal de diseño a una torre de cigüeñas que alberga una suite nupcial. Donde antes había un almacén sórdido en el que se despachaba vinacho a granel ahora hay una 'boutique del vino'. El vino es una de las cosas que más han cambiado en España. En cualquier parte es bueno. No hay que ir ya a los riojas ni a los riberas como una garantía de calidad. Debajo de cualquier piedra hay una bodega con cuatro premios internacionales, y tiene su gracia comprobar cómo un sabor que ayer fue basto se ha refinado gracias a no sé qué dichosos injertos en las cepas, sobre los que te dan conferencias los encargados de los restaurantes ante los que uno suele poner una cara de gran interés aunque no se entere de nada. La España interior, sí, el turismo culto que por ahora sólo lo han descubierto cuatro alemanes y que es una noble alternativa a la playa barata y plebeya. Uno de los caminos que tiene este país para salir de la crisis es el Camino de Santiago o la Ruta de la Plata, los conciertos entre cipreses en vez de las discotecas horteras de la costa, el cochinillo y el cordero en vez de la tortilla. Se ha hablado mucho del ladrillo, pero de lo que España sigue viviendo hoy es del turismo playero, o sea, de una idea que tuvo Fraga hace medio siglo. Por cierto, Fraga tuvo alguna otra idea más que ésa. La de los paradores tampoco era nada mala.