LA HOJA ROJA

SU PRIMERA COMUNIÓN

Es por mayo y se confirma que por muy laicos que seamos seguimos rindiéndonos ante el encanto atávico de esta celebración

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Como un recreo, con un pequeño descanso en la absurda contienda laico-aconfesional-católico-ultramontana -¿existe realmente el debate?- en la que vivimos, hay un tiempo para olvidarnos de que tanto nos molestan los crucifijos como los velos, un tiempo en el que se dan la mano el hambre y las ganas de comer. Es por mayo y de la misma manera que vuelven en otoño las oscuras golondrinas como «aves precursoras» que diría La Violetera, las calles se llenan de esa muchedumbre seudocompuesta y delatora que, ante las iglesias y sin ningún tipo de pudor, con una exagerada algarabía lúdico-festiva, confirma que por muy laicos que seamos seguimos rindiéndonos ante el encanto atávico de una primera comunión. Porque ahí sí que partimos la baraja, y aplicamos el doble rasero que tenemos reservado para las superficies difíciles y resbaladizas. Nadie es católico, nadie va a misa, nadie se acuerda de Santa Bárbara más que cuando truena, pero llegado el momento, nadie es capaz de sustraerse a la poderosa melodía de seducción que Juanito Valderrama grabara a fuego en el ADN de los españoles, «como una blanza azucena, lo mismito que un jazmín».

Y como lo de la gracia de Dios, como los ángeles que reparten agua bendita a diestro y siniestro, y como lo de el quicio de la puerta -cuánto le debe la canción española a los quicios- donde la mira su «mare» no nos termina de convencer, lo sustituimos por un sincretismo descarado con los ritos más primitivos de la pubertad -ojo, el parecido con las fiestas de las quinceañeras mejicanas es cada vez más cercano y peligroso- y así nos va. Organizando mini bodas que empiezan con el reportaje fotográfico de una niña ensimismada en bajera tocando un violín o de un pequeño marinero en tierra revolcado entre balas de paja, y acaban con un viaje a Disneyland París que ríase usted de lo que fue su luna de miel.

Dicen las asociaciones de consumidores, que deben estar todo el día dándole a la calculadora por la cantidad de informes que hacen, que la celebración de una comunión en España, a pesar de que en los últimos tiempos se mira el euro con respeto y recelo, no se hace con menos de tres mil euros, y eso sin contar con que el número de invitados crece en la misma proporción en la que desciende el índice de población. Vecinos, cuñados, primos, sobrinos, amiguitos de el/la -un toque de corrección- debutante hacen del famoso crimen del mes de mayo que inmortalizara el Carapalo, el acontecimiento social más importante en la vida de un niño «hasta el día que se casen» como afirman las orgullosas mamás, hasta arriba de ansiolíticos, que preparan con una precisión entomológica el despropósito, el espectáculo digno de La Cubana en el que han convertido lo que, utilizando la lógica y el sentido común, no sería más que una ceremonia religiosa y por tanto, privada.

Consumer y Eroski desglosan el gasto -un gasto escandaloso, dicho sea de paso- dando consejos «para no tirar la casa por la ventana» en estos tiempos de crisis económica. Hablan, por tanto, de reservar el banquete con al menos seis meses de antelación, que traducido resulta que por octubre debe comenzar la temporada de caza de restaurantes y hoteles, para evitar la subida de precios de última hora. Animan también a que los pequeños protagonistas vistan «de calle» aliviando así el gasto que supone la fanfarria del vestido blanco de novia púber y del almirante -que oscilan entre los cien y los seiscientos euros- . A estos gastos, que la Asociación considera «imprescindibles», hay que sumar otros no menos estridentes como la peluquería, los rayos ultravioleta, la animación en el convite, la barra libre, el karaoke, los recordatorios, los regalos que el comunicante debe hacer a sus invitados, el 'book' fotográfico que nunca baja de los trescientos euros, los atuendos artísticos 'estilo Camela' del resto de la familia, el vídeo de la ceremonia y el viaje a París -ya me entienden, París no es París- o a cualquier parque temático en el que el chiquillo pueda celebrar que hizo «una y no más» la comunión. No hay crisis, hay ocasiones. Un auténtico disparate. Y eso que por estos lares aún no se han puesto de moda las «comuniones civiles» -no sé como las llamaría Pedro Zerolo- que saltándose la parte tediosa de la catequesis y la iglesia, cuentan con regalos, banquetes y hasta traje de Sisi emperatriz o de Francisco José de Austria para aquellos niños que también tienen derecho a celebrar que ya han alcanzado la edad de que un coro de serafines completo le corra por las venas.

No, ya lo sé. Usted tampoco, ni yo, se escapó de la quema. Tan ridículo se sintió con su obstinada pretensión de hacer algo «corriente» cuando le tocó lo de su niño, que terminó por cumplir con todos y cada uno de los ritos ancestrales que conlleva esta nueva «tradición». Decía el diplomático Felix Schlayer, que los españoles son como niños pequeños, compasivos o crueles dependiendo del momento. «Su maldición -afirma el noruego- es su sensibilidad ante el ridículo. Tan pronto como se reúnen muchos, cada uno reprime sus buenos sentimientos ante el miedo a parecer ridículo a los ojos de los demás».

Así es, o así somos. Para qué vamos a cambiar. Tonto el último. Ya lo decía Valderrama hace más de cincuenta años «para un padre y una madre no hay alegría mayor». Pues eso.