TRIBUNA LIBRE

Sonrisas y lágrimas...

Almorzábamos el otro día unos amigos, como cada primer miércoles de mes venimos ya haciéndolo hace algún tiempo y, además, en esta ocasión veraniega, compartíamos mesa con otros amigos de similares pensamientos

Enrique P. García-Agulló Orduña

Almorzábamos el otro día unos amigos, como cada primer miércoles de mes venimos ya haciéndolo hace algún tiempo y, además, en esta ocasión veraniega, compartíamos mesa con otros amigos de similares pensamientos que, procedentes de Vizcaya, Asturias, Málaga o Madrid, se nos unieron a nuestra tertulia de este agostito gaditano y donde la cuestión política era más que probable que sentara plaza con lo que, prácticamente desde el principio, claro, surgió Navarra como último escenario de una componenda política de izquierdas e independistas para hacerse con el poder.

Al hilo de lo que hablábamos, dije yo que Navarra con todo lo que le está pasando, me recordaba aquel musical del cine americano que se nos proyectó en España hace ya unos años bajo el título de “Sonrisas y Lágrimas” y en el que entre mucha música y bonitos paisajes se contaba la historia de la familia Von Trapp, la de aquel Capitán de Corbeta de la armada austríaca, viudo con muchos hijos, y la de la novicia que hacía de institutriz de esos niños que, al final, feliz final, se casaron, que tuvieron que emigrar a los Estados Unidos de América y que conformaron un coro para sobrevivir, aunque esta evocación no me viniera dada por sus felices sonrisas ni tampoco por las lágrimas de tanta emoción y sentimiento. Me refería a por qué siempre me impactó tanto este filme, que no era otra cosa que el rol de los austríacos que se habían pasado al partido nazi alemán.

No fueron ciertamente las canciones ni los paisajes de la cinta sino el problema en cuestión que se suscitaba en el meollo de la película, la anexión de Austria al III Reich alemán. Ésa fue la cuestión, la de un pueblo subyugado por la potencia ideológica de otro al que, a mitad del siglo pasado, por la voluntad política de quienes eran más fuertes, perdieron su autonomía y comenzaron a arriesgar su libertad.

Recuerdo a ese comisario austríaco vestido de negro que quería poner en la casa del marino la bandera con la esvástica o a aquel muchachote repartidor de telegramas que, finalmente, se viste de cortas calzas y ancha camisa parda, con brazalete nazi incluido quien, brazo en alto, saludaba al comandante y que, despreciando toda clase de afectos, se chivaba y delataba a quienes hasta entonces habían sido sus amigos.

Eso es lo que me impactó realmente de aquel musical y eso es lo que me preocupa de Navarra y de sus tiempos. Del Reino de Navarra que fue el último en unirse al de España, del Reino que dio cuartel al escudo nacional de nuestra España con las cadenas que se cuenta antaño ganaran a las huestes de Miramamolín.

No quiera yo decir que haya hoy nazis de uniforme y pensamiento en la feraz Navarra pero lo que sí ha surgido ahora en su antiguo y foral territorio es tal que una suerte de algunos vascoparlantes, de otros que son como primos hermanos de los nacionalistas vascos y del silencio de otros tantos que ni defino que, con los de la rosa en el puño socialista al frente, han podido poner ahora a Navarra en el disparadero de un camino bien incierto que a los austríacos les costó en su día resolver con más lágrimas que sonrisas.

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