la última

La infancia de afrodita

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Quizás haya tenido razones el Olimpo para no haberle diseñado una infancia a Afrodita, lo que siempre me ocasionó cierta teatral zozobra, al no poder entender que tal belleza voluptuosa, que tal prodigio de erotismo sumo, se incorpore al ara sacerdotal simbólica desprovista de las aportaciones de una infancia ruborosa, de una juventud cándida, ciclos indispensables para el acceso a la madurez de cualquier compromiso. La lubricidad, como todos los magnetismos afrodisíacos, tiene memoria cinematográfica. Se cimenta sobre minúsculos lirismos, sobre mínimos roces carnales, todos ellos sutiles secuencias de una película sin guión intencional. Responde a candores, a olores, a atmósferas, ajenas a la carnalidad entendida como abuso, pues procede de espacios blindados contra el desorden y la enfermedad.

Así, los niños necesitan del abrazo y el beso, de la caricia y el requiebro abrumadores, para que en ellos vaya edificándose el amor material y el metafísico, sin dejar espacio para que anide el riesgo de convertir la realidad sexuada en un cambalache apretujado de carne del puchero. La pureza es pieza clave de la salud mental y no así el desorden lúbrico. Como sucede en toxicología, la dosificación es la que pone lindes al terreno de lo pernicioso, sin querer con ello decir que la salud sexual aconseja la restricción puritana.

El que a Afrodita se la haya pintado siempre metidita en carnes, incluso por Sandro Botticelli, me inquieta, pues no se vislumbra en sus gestos desnudos, los propios de la Venus romana, el desparpajo del adolescente que se desnuda para tirarse al río entre carcajadas, el de aquel que conserva el incendio de un beso en la mejilla o el de aquel que aún cree que amar significa sonrojarse. Esa inquietud me insta a asegurar que no existe ningún rito que no precise de la maduración simbólica de la infancia. No existe masticación saludable sin insalivación, como no puede vivirse ajeno a la belleza pizpireta y candorosa.

Corrientes de la modernidad, de la posmodernidad, del progresismo estulto, asistidas por las herramientas magnífico-perversas de comunicación, han inducido a despeñarse por los riscos más abarrancados del apareamiento pecuario a una cierta adolescencia, inducida a su vez por un machismo necio y troglodita, la que se vanagloria de ejercer de garañón, o yegua, tan aguerridos que se atreven a compartirlo en la red como si fuera un logro del deporte; una gloria. Esa decapitación de la inocencia no es responsabilidad del adolescente sino de sus padres, de sus profesores, de nosotros todos, de la Sociedad, que estamos convirtiendo al niño en víctima y verdugo de sí, convertido en macaco veleidoso por culpa de la permisividad. El niño necesita de la disciplina, la agradece, tiene derecho a disfrutar de una infancia ordenada, rigurosa, sin premios ni castigos, pero con sosegado orden y educación ascética y lustrosa.