la última

Por favor, por favor

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Un hombre lee el periódico mientras deja que el café se enfríe. Está en el Café del Norte, en Valladolid, no tanto por tomar algo sino por guarecerse de unas nubes que amenazan tormenta. Cuando está de paso siempre busca la prensa local para saber qué pasa. En sus manos tiene ‘El Norte de Castilla’, pero consumidor que es de periódicos, le esperan en el velador unos cuantos más. En la barra hay hombres que comentan el partido de España contra Georgia. A su lado, una señora entrada en años habla en alto mientras lee un diario de Madrid: Pero estos (catalanes) qué es lo que quieren, qué pretenden, qué buscan. A nuestro hombre le dan ganas de contestarle: la independencia, señora, la independencia. Definitivamente el café se ha quedado frío, y también su mirada tras leer una crónica que un periodista con hechuras de escritor firma desde Tordesillas. Al terminarla no ha sabido qué pensar, pero se han escapado de sus labios estas palabras: Pero cómo puede pasar esto.

Entonces quiere imaginar el momento en que un caprichoso ganadero puso al último toro alanceado en Tordesillas el nombre de Volante. El hombre, que ya no se acuerda del café que tiene en la mesa, dibuja en su cabeza el momento en que Volante fue encajonado para terminar viaje en la villa castellana. Sabe que el animal, quizá un cinqueño por el trapío que las fotos muestran, desarrollará algo tan humano como el miedo conforme se acerque su final. Ha visto muchas corridas, aunque cada vez sus tardes taurinas están más lejanas. No sabe explicar por qué, quizá la falta de bravura, tal vez no hay toreros a los que llamar maestros. Y aunque escoge bien las plazas, apenas ve media docena de corridas al año. Se extraña porque ahora, sentando en un tendido, siente estar entre el entusiasmo y la pesadumbre.

Hoy ve cómo Volante muere. Dos caballistas lo mataron antes de tiempo, lo hicieron simultáneamente y eso, dice el periódico, está prohibido. Menos mal. Qué español es eso de disparar y preguntar luego por las consecuencias del disparo. Una multitud ataviada con bermudas, sandalias, camisetas de tirantes, esperaba con lanzas a que llegara el animal, que dobló sus manos antes de lo previsto, mejor para él. Y el hombre, que notó heladas las suyas, pensó: Me gustan los toros, pero no consigo encontrar el engarce entre estos de las bermudas y las camisetas con un aficionado a las corridas. Nada, se dijo a sí mismo, aunque no estaba muy seguro de esto.

Antes de irse supo cómo llaman al ganador del torneo en el que murió -es una forma de decirlo-, Volante. En su tierra lo conocen como el Pulgui. Entonces nuestro hombre dejó unas monedas en la mesa y salió a la Plaza Mayor. No llovía, y decidió perderse por bares y tabernas mientras pensaba en la culpa que tenían las pulgas para que un tipo así les hubiera robado el nombre.