opinión

Jugar la prórroga

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Mandar en los demás debe de ser algo que crea soberbia y también acarrea el odio de los obedientes. Una extraña pasión, al parecer irrefrenable para quienes gozan padeciéndola. Quienes la sufren están dispuestos a entregar la vida, pero no a entregar el poder. Al rezagado caudillito venezolano Hugo Chávez, que intentó aprender de Lautaro la conducta de las flechas, le han dicho los médicos que le queda un año de vida. La odiada palabra «cáncer» ya no es un pseudónimo de la palabra «muerte», pero como la estocada esté en su sitio no se libra nadie. Lo más que hace es prolongar la esperanza, esa virtud a la que Shakespeare llamó «engañosa», y acabar dimitiendo involuntariamente, después de que la quimioterapia les haya dado una idea bastante aproximada de cómo va a ser su calavera. Ningún final es bueno, pero debemos aprender todos, incluidos los que no tenemos tiempo para aprendizajes, a pactar. «Sanseacabó», dicho en una única palabra, debe ser el único santo de nuestra devoción.

El arrogante y algo energuménico líder venezolano me cae simpático ahora, mucho más que antes. Ama la vida, pero ella no le corresponde. Para paliar ese desafecto anda buscando un curandero brasileño. Cree que un buen chamán puede mejorar las prestaciones de un buen oncólogo. Se lo recomendó la presidenta Dilma Rousseff y no es improbable que su consejo fuese vano. Un gran médico, de esos que curan todas las enfermedades menos la última, es siempre un curandero que ha cursado la carrera de medicina. Quiero decir, alguien que sabe que una mano en el hombro es tan importante como la ingestión de unas pastillas apropiadas.

Ninguna de las dos cosas sirven cuando crece la metástasis en hueso y en espina dorsal. La vida debe ser intensiva, pero no los tratamientos. No debieran admitirse más curas que las que impiden el dolor. Pasarlo mal en la prórroga de un partido que sabemos que está perdido de antemano es cruel. ¡Árbitro! ¡La hora!