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El Palmar y los bocadillos de mortadela

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Mi abuela era una mujer de negro, que perdía la vista mirando al vacío, quizá buscando la melancolía de los amores muertos. Pero se le alegraban las pajarillas cuando cogía la cesta de la playa, yo me calzaba el bañador y le preguntaba por qué ella no se quitaba la ropa ni se bañaba nunca, sino que era un punto de luto en una larga arena de cuerpos al sol, mucho antes de que temiéramos al agujero de ozono y al calentamiento global. De aquellos días, de aquellos veranos, ya remotamente perdidos, recuerdo especialmente el sabor de sus invencibles bocadillos de mortadela.

El dinámico y competente Antonio Verdú, alcalde socialista del Ayuntamiento de Vejer, podía haber defendido ese proyecto de 'resort' turístico de altos vuelos junto a las playas vírgenes de El Palmar, bajo un sinfín de argumentos: desde la indudable conveniencia política, económica y social de convertir el litoral más hermoso de la provincia en un primo del Novo Sancti-Petri, hasta la obra de caridad que, en estas fechas navideñas, supone entregarle un empeño de estas características a una empresa que pasa por ciertos apuros jurídicos en otros puntos de Andalucía.

Pero, en una reciente entrevista publicada por Diario de Cádiz, Verdú tuvo que decir lo que no tenía que haber dicho: «Lo que no podemos tener El Palmar es para bocadillos de mortadela, sino para un turismo de calidad y generador de empleo». ¿Qué le habrán hecho al alcalde vejeriego los bocatas de esa deliciosa chacina de remoto origen italiano? Que venga Sigmund Freud en bermudas a averiguarlo.

El Palmar es una familia desnuda contemplando a ese dios cercano al que llamamos naturaleza. Es la torre de Castilnovo que resistió a un 'tsunami' y el veterano porche de un bar donde huele a cigarraza, a freiduría y a especias. Es una pareja de adolescentes que ya no cree que el pecado sea un beso y un niño que lanza una pandorga rumbo a ese faro con nombre de batalla perdida.

El Palmar es una tarde aplaudiéndole al sol crepuscular de los boleros desde un chiringuito con rastafaris, domingueros, pijos y los últimos hippies anillados en Doñana. El Palmar es un recuerdo guardado en el relicario de la memoria, pero también una arena que todavía podemos concebir como el alma limpia de los inocentes. El problema estriba en que, de salir adelante el macro-hotel de las narices, dentro de poco, cualquier 'millonetis' la podrá confundir con Acapulco

Si mi abuela, aquella mujer de negro que perdía la vista mirando al vacío quizá buscando la melancolía de los amores muertos, se hubiera topado cualquier día con Antonio Verdú, seguro que no le habría reprochado su interés de buscarle ingresos al depauperado -como tantos- Ayuntamiento de Vejer, ni el sueño con hechuras de pesadilla de ver convertida la orilla más virgen de esta provincia en un simulacro de Cancún. Simplemente, hubiera sacado el cuchillo, abierto el bollo y le hubiera dicho: «Niño, ¿no quieres un bocadillo de mortadela?»