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España-Marruecos: sin perder la cabeza

El caso de Aminatu Haidar se inserta en un trasfondo de las relaciones entre ambos países en el que persiste, tenaz, una impresión de desconfianza

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Desde el 'moro estipendiado' y la rebelión rifeña, que tan bien acaba de glosar la arabista María Rosa de Madariaga en su último libro, hasta hoy ha pasado un siglo de relación hispano-marroquí y subsiste, tenaz, una impresión difusa de desconfianza al fondo. En ese fondo se inserta, y no debería ser así, el grave problema de la militante independentista saharaui Aminatu Haidar, en huelga de hambre en Lanzarote. Hay pocas dudas de que el Gobierno marroquí lo creó al expulsarla de su tierra. La tentación de 'exportar' el enojoso asunto pudo, increíblemente, con la argumentación elemental de que atenta contra los derechos humanos expatriar a la gente, que está prohibido por las vigentes convenciones internacionales y que daña la imagen de Marruecos. Ni siquiera Stalin se atrevió a tanto: desplazó a millones de personas, pero siempre a otras áreas de la URSS. Creó el inicuo exilio interior, aunque no endosó a terceros responsabilidad alguna.

El 'caso Haidar' es inseparable de la democratización de Marruecos, que ha protagonizado avances considerables en muchos terrenos, a veces ante una condescendiente incredulidad general: cierre de las prisiones secretas, comisión de la verdad sobre los 'años de plomo' de Hassan II, legislación laboral o sobre el estatuto de la mujer, cauce -aunque controlado- al islamismo político y otros pasos. Pero se mantiene una carencia insuperable: el Sáhara Occidental, un territorio del que España cedió en 1975 la administración, pero no la soberanía, a Marruecos (y por un instante a Mauritania, que se salió prontamente del enredo).

Es inútil engañarse: la tesis de la 'marroquinidad' de la antigua colonia española goza allí de una compacta unanimidad social. Unanimidad exteriorizada sin tregua desde la audaz Marcha Verde a la que, se diga lo que se quiera, el Gobierno español de entonces, el último del general Franco, no quiso oponerse; lo que el Ejército -donde la causa nacional saharaui tenía muchísimos defensores, celosos de cumplir ciertas promesas- habría hecho si Madrid lo hubiera ordenado. No fue así, y en Rabat no parecen haber apreciado en exceso la decisión de entonces. La cual, como sucedió, fue interpretada como la génesis de un hecho consumado sin vuelta atrás.

Se instaló, pues, la tesis de la 'sagrada unidad nacional', un principio que el rey Mohamed VI exacerbó hasta extremos inquietantes en su último discurso recordatorio de la Marcha Verde: «Sobre este tema no hay término medio: o se es patriota o se es traidor». Pero siendo lo uno o lo otro, se puede pensar y se debe ser racional, práctico y sobrio, las recetas que suelen acompañar una política exterior solvente y a largo plazo. En Rabat deben recordar que, por citar solo un ejemplo, también hay independentistas en España, que algunos miles de vascos desean otro DNI y que no se acomodan a los símbolos del Estado constitucional vigente. Pero a ningún gobierno se le ha ocurrido enviarlos a la ciudad extranjera hacia la que iba a despegar el primer avión utilizable. El Ejecutivo marroquí tiene un problema serio y debe gestionarlo con las herramientas disponibles, entre las que están la ley, la paciencia y la inteligencia. Todas han faltado clamorosamente en el 'caso Haidar' y la imagen internacional del Reino está sufriendo gravemente en medio mundo y, desde luego, en Europa cuando menos interesa: en vísperas de un progreso neto hacia la anhelada firma de un acuerdo de asociación preferencial con la UE de gran trascendencia para el país marroquí.

En ese registro, el de la prudencia con que deben tratarse los asuntos diplomáticos, sería a su vez otro error que Madrid subiera el tono, haciendo, por ejemplo, campaña antimarroquí en Bruselas a modo de represalia. No lo hará en ningún caso. En Madrid se recuerda la crisis provocada a raíz de la visita de los Reyes a Ceuta y Melilla en 2007, superada en su momento, y el criterio unánime es el de evitar todo empeoramiento y facilitar la eventual creación de un marco en el que se pueda resolver la difícil cuestión suscitada. Pero, a la altura a que han llegado las cosas, agravadas por la exigencia retórica de que Haidar 'debe pedir perdón al rey' marroquí, no será fácil. Tal vez José Bono resumió bien la situación cuando vino a decir que el Ejecutivo español no puede obligar a una persona a que haga lo que no quiere hacer, ni a un gobierno a que haga lo que tampoco quiere.

En materia de remedios, y aunque parezca un poco arbitrista, algunos observadores perspicaces creen que el Frente Polisario podría proveer la fórmula: pedir a Haidar que cese su huelga de hambre y acepte volver a El Aaiún, estimando que la preservación de su vida es prioritaria, como deben de creer sus hijos, y que ya ha hecho bastante por la causa independentista. Ella no es miembro del Frente, formalmente al menos. Pero milita en la causa independentista y, de hecho, el Polisario, equivocándose también para no ser menos, ha aparecido en torno a ella a través de sus delegados en Canarias, donde el apoyo social a la resistencia saharaui está muy extendido.

En Madrid no hay duda alguna: nada contra Haidar y su derecho a disponer de su conducta como quiera, pero la misma claridad para mantener estable, sólida y en auge la relación bilateral con Marruecos, de naturaleza estratégica para cualquier gobierno. El 'interés nacional' bien entendido -en cuyo nombre, ciertamente, se han cometido muchos desmanes en muchas latitudes- es de estricta aplicación aquí. Esto no es nadar y guardar la ropa, sino cumplir la obligación de los responsables del Estado. Me gustaría pensar que en Rabat alguien cree lo mismo y rebobina cuando todavía es tiempo. Un tiempo que se acaba.