CÁDIZ

El Cádiz que no se ve

Antes bajaban personas, ahora sólo lo hacen los robots. Así es la histórica red de alcantarillado de la ciudad, oculta al ojo del transeúnte Un entramado de 150 kilómetros de alcantarillado se esconde bajo la ciudad

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Tápese la nariz, porque allá donde vamos en estas páginas huele realmente mal. Bajamos por primera vez al reverso de la ciudad de la luz, de la brisa marina, y las amplias plazas gaditanas. Allí, en cambio, lo único que hay es oscuridad absoluta, una peste insoportable, gases tóxicos y todo tipo de estrecheces, aparte de ratas y cucarachas. Absténganse los delicaditos. Bajamos a los intestinos de Cádiz. A sus alcantarillas: un laberinto 140 kilómetros de ‘calles’ tan enrevesado como el que se dibuja en superficie, pero que muy pocos conocen.

«Es la primera vez que alguien viene aquí abajo; a ver si os dan el Pullizer», bromea Manolo, uno de los trabajadores de Fomento y Contratas que acompañan al redactor y al fotógrafo de LA VOZ en su descenso de 15 metros de profundidad hasta la gran tubería. Bajamos al colector principal de San Juan de Dios que discurre por el Campo del Sur y que transporta la mitad de la podredumbre del casco histórico.

Se trata de la tubería más grande de la ciudad y aun así, allá abajo hay que ir casi de cuclillas. Existe desde hace casi 100 años, construida de manera casi artesanal, piedra a piedra, a principios del siglo XX; y sin embargo, no es la más antigua: las hay incluso del siglo XVIII, cuando Cádiz era una ciudad rica, como la joya del comercio con América. Algunas ni siquiera están localizadas por la empresa municipal, que las descubre cada cierto tiempo cuando hay que buscar una avería bajo algún antiguo palacete.

La vejez no impide que el colector siga activo. De hecho, aún funciona como el primer día, aunque los trabajos han cambiado totalmente en su interior. «Esto es algo excepcional, porque nosotros bajamos muy poco, casi todas las labores se hacen desde fuera con máquinas extractoras y robots», explica uno de los operarios; y no es de extrañar, porque el aire a 15 metros y rodeado de heces es irrespirable. Peor aún, el aire es venenoso porque «las tuberías están llenas de gases sulfhídricos, que eliminan el oxígeno de los pulmones y provocan la muerte casi instantánea», explica Luis Andrade, el responsable en seguridad de Aguas de Cádiz, que un instante antes de entrar en las entrañas de la ciudad insiste en preguntar, aún incrédulo: «¿Pero... para qué queréis ir ahí abajo?. Debido al riesgo de intoxicación, antes de entrar es necesario ventilar la tubería durante horas y, aun así, resulta imprescindible bajar con un equipo propio de un viaje espacial: nos colocan un mono blanco impermeable, un peto de plástico con botas incorporadas, gruesos guantes de goma, un arnés, gafas de seguridad y una mascarilla contra los gases.

En los años 70 y 80 (es decir, anteayer), los trabajadores entraban sin seguridad alguna. Eran otros tiempos: la arena que se acumulaba en el fondo del colector junto a las heces se recogía con palas, y se depositaba en una especie de carromato tirado por un burro que se encastraba en el sumidero; como si fuera una mina. «El colector se limpiaba a mano y los trabajadores bajaban a pecho descubierto, sin mascarillas; te puedes imaginar, una locura. Como mucho se ventilaba la tubería unos cuantos días», explica Daniel Gómez, responsable de Aguas de Cádiz que ha escuchado de viva voz lo duro de esos trabajos de aquellos trabajadores. Algunos están jubilados y otros muchos, ya fallecidos.

Entonces, las alcantarillas eran también un auténtico vertedero, donde los gaditanos arrojaban todo aquello que les sobraba en casa: bicicletas desmontadas, muebles viejos, televisores... «Abrían los pozos, y los tiraban allí; una vez encontramos incluso una bicicleta estática». Como recuerda Gómez, allá abajo se han encontrado objetos sorprendentes, como dentaduras postizas e incluso piernas ortopédicas. «Una vez, hace décadas, en un colector apareció un cuchillo manchado de sangre y tuvieron que llevarlo a la policía para averiguar si era el arma de un asesinato».

Buscadores de oro

Por encima de todo, sin embargo, el objeto más valioso que se podía encontrar en una alcantarilla era el oro, que a muchos trabajadores les servía como propina especial. No es que allá abajo exista una mina, pero «imagínese la cantidad de zarcillos, anillos y demás joyas que se pueden caer por el váter por un descuido», explica Gómez. «Antiguamente había gente que incluso buscaba en los vertederos donde se depositaba lo recogido». Pero de aquello, nada queda en la actualidad: «Con la aspiración automática que se utiliza ahora, si aparecen joyas no nos enteramos, porque se bombean directamente a la depuradora».

Con todo, los métodos antiguos no siempre resultan tan malos. Por ejemplo, para las nuevas tuberías que se instalan en la ciudad vuelve a utilizarse el gres vitifricado, un material que ya se estilaba en el siglo XIX, antes de que el hormigón y la piedra se impusieran bajo los suelos de Cádiz.

En las clocalas dela capital nada se parece a las películas de Hollywood. Así que desengáñense quienes imaginaban las alcantarillas de las Tortugas Ninja, o persecuciones por grandes galerías de sombras fantasmagóricas, como en el Berlín de El Tercer Hombre. Aquello en cambio es un agujero oscuro y estrecho, en el que parece inevitachocarse con el techo de piedra, a menos de un metro y medio de altura. «Cuando llevas un rato trabajando tienes la espalda destrozada». cuanto menos tiempo paséis mejor», continúa cuando nos calzamos las botas impermeables y nos ajustamos el arnés de seguridad.

Las puertas de las entrañas

En la ciudad hay miles de entradas para bajar a este infierno –el calor es insoportable, aunque con una gran humedad–. Sin embargo, para esta expedición elegimos el acceso más cómodo y el mas seguro para dos inexpertos: descendemos a través de la estación de bombeo de Mirandilla que se oculta en el subsuelo del Campo del Sur. Una puerta de metal, ante el teatro romano, oculta tras de sí el estrépito de las máquinas que impulsan la porquería del casco histórico al otro lado de la ciudad, a la estación de bombeo de la Martona y, de allí, a la planta de tratamiento en Cortadura.

«Cuidado con la cabeza», advierte otro de los operarios de Fomento que nos acompaña y nos guía por las entrañas de Cádiz. El calor nos hace sudar bajo el mono blanco y, aunque la mascarilla permite evitar la peste, se puede sufrir el agobio de un espacio cerrado y a oscuras. Al entrar en el colector de San Juan de Dios, la primera pregunta que nos sale de forma casi automática es: «¿Hay muchas ratas?». Como nos temíamos, la respuesta de los operarios es positiva. Sin embargo, en nuestro viaje no llegamos a cruzarnos ni con los roedores ni con las también temidas cucarachas, los únicos animales que sobreviven en este agujero. No es cuestión de suerte, sencillamene «suelen escapar asustadas cuando hacemos ruido». Sin embargo, haberlas haylas; y a veces son peligrosas: «Más de una vez nos han atacado», aseguran los trabajadores.

Pesca de lisas en las cloacas

Las cloacas, como cualquier mundo desconocido y oculto que se precie, son también el escenario perfecto para que se gesten en torno a ellas todo tipo de leyendas urbanas, a veces inverosímiles. Todo un clásico es la que apunta a que bajo el asfalto de Nueva York se crían colonias de caimanes, que hace décadas los neoyorkinos más cool compraban como mascota exótica pero que, al crecer, fueron arrojadas por el váter.

«Aquí en Cádiz lo que se puede encontrar son muchas lisas mojoneras», explica Daniel Gómez cuando se le pregunta por los animales más habituales allá abajo. Y es que, «cuando hay pleamar, las alcantarillas se llenan de agua de

mar, así que los peces se cuelan por el colector en busca de comida. El otro día, en la Barriada de la Paz llegamos a coger 32 lisas dentro del pozos de bombeo», recuerdan uno de los operarios.

Tras recorrer 90 angustiosos metros de tuberías bajo las aceras del Campo del Sur, a 15 metros de profundidad, la expedición vuelve a la superficie. Fuera, el sol de mediodía luce en Cádiz y, junto a la Catedral, sopla la brisa fresca del mar (no hay Levante) a la que tantos comparsistas han cantado. Regresamos a la ciudad de la luz, tras conocer su lado más sucio y oscuro.