MAR ADENTRO

El mapa de España

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Quizá en este mismo instante, bajo una primavera de sol y moscas, las nubes le lleven el mapa de España al muchacho que beba un buche de gaseosa bajo los soportales del caserón que da a la plaza de San Martín del Totoral. Seguro que los milicos han izado una bandera que el viento mueve y el joven se queda por un rato apamplado como un mirajazmines contemplando horizontes perdidos; sólo que aguarda que una racha de aire levante la pollera de las minas que desafíen la solina.

Lo mismo, él salió de mañana hacia el río Tigre y anduvo a su sombra durante un buen rato, rodeado por las totoras y esa agua cristalina que baja de los macizos de la sierra hasta el camino real que unió Perú con Buenos Aires desde que los argentinos descendieron de los barcos. Seguro que él tomará otro buque cualquier día para viajar hacia esos lugares remotos que aguardan en los mapa-mundis; hacia el sur, tal vez, hacia Valparaíso llena de colinas o Isla Negra donde se oyen versos muertos por las caracolas que cuelgan de un caserón próximo a la playa. O tal vez, zarpará rumbo a Punta del Este, a una de esas mansiones playeras llenas de pitucos donde quizá alguien recuerden a un hombre, una mujer y una niña -eran españoles- huyendo hace mucho de un mundo en llamas. O tal vez, a Roma, para admirar los frescos que él ha visto en los libros de arte y sortear las meadas y curas satirotes miqueando a las velinas.

Quizá recuerde todavía aquella vez que se atrevió a subir a la copa de uno de aquellos árboles largos como los veranos de ahora y encontró grabado sobre su corteza pero semiborroso un nombre raro que a él medio le sonaba: Antonio Machado. Cuando era un niño, su abuelo le habló de un tipo de larga melena, que solía cubrirse con un poncho y galopar por las lomas. Vivía en la estancia de Rodolfo Aráoz Alfaro, aquel médico comunista del que tanto hablan -y bien- en sus correrías, él ha llegado alguna que otra vez al patio de la casa, esperando quizá ver los fantasmas de aquel tiempo.

Tal vez fuera aquel Machado. O ese Alberti que vivió aquí y una vez pidió que si quisieran recordarle, que plantaran un árbol en su memoria. Ahora se fija en el árbol que preside la plazuela, mientras el vendaval sigue moviendo banderolas y faldas sobre el terral. Al zagal se le arrebujan en las mientes los relatos del viejo: que si la quinta del mayor loco, que si el andaluz del otro lado del río, que si una arboleda perdida en algún lugar del sur de España.

Hoy, las nubes se parecen a ese país a la figura que deja sobre el mapa ese extraño país del otro lado del mar. Sin embargo, ignora que hace justo diez años murió ese tal Alberti y que setenta antes también nos dejó en Colliure aquel Antonio Machado cuyo santo y seña entrevió en la empinada corteza de un árbol junto al río. Ambos vivieron, tampoco lo sabe, en un siglo propicio a las pasiones y hostil a la rutina, donde los sueños podían más que la cobardía. Ahora, al otro lado del océano, las muchachas ya no memorizan versos de García Lorca sino canciones de David Bisbal. Y las utopías mueren aplastadas por la corrupción de unos cuantos políticos mentecatos. Quizá por ello, él mira hacia otro lado, se despacha otro sorbo de refresco y le ríen las pajarillas cuando ve venir de frente y sonriendo a una morocha de Córdoba cuya cintura merecería claveles y espadas, todas las baladas y canciones del Paraná.