Dos huéspedes se entretienen en el lobby. / M. G.
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«Son muy jóvenes; a veces les ves el carné y te dan ganas de decirle: ¿pero qué haces tan lejos de tu casa con 18 añitos?»

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Es una forma de vida. Casi, casi una religión. En muchos países ser mochilero es el primer título universitario que se obtiene. En España no tanto, pero en cambio sigue siendo uno de los países más visitados.

Los que se lanzan a recorrer el mundo, a menudo sin más compañía que una gastada esterilla, dos vaqueros, media docena de camisetas y la inseparable Lonely Planet, suelen ser jóvenes. No tienen dinero pero sí hambre de kilómetros (y de la otra, en muchas ocasiones). Aprovechan los viajes –en autobús, pero sobre todo en tren– para dormir; algunos llevan hasta la despensa en esos enormes macutos: cargan su hogar sobre los hombros y, al parecer, con gusto.

Muchos llegan con una ruta planificada; otros van de paso para el norte de África y la mayoría se va de Cádiz con un buen sabor de boca. El mar, la gente, el sol. En cualquier encuesta a pie de tourist office, siempre sale lo mismo. Por ese o por otro orden.

Pese a que no es el perfil que persiguen los patronatos de turismo, los mochileros también consumen y, por encima de ello, representan una forma de divulgar Cádiz como destino turístico.

Muriel, Deber, Rodney, César o Melissa sólo tienen en común una cosa: han decidido que el mundo es demasiado ancho y grande como para esperar a tener una Visa para recorrerlo. Éstas son unas cuantas pinceladas de dónde y cómo viven los mochileros en su fugaz paso por Cádiz. See u soon.

Casa Caracol es su santuario en Cádiz. El turismo de mochila, el de las ampollas en los pies y las caras rozagantes (la de gente que no sabe que los problemas más graves de la vida pueden asaltarle un martes cualquiera) también tiene su sitio en la ciudad.

13.00 de un viernes pre-puente. Oficina de turismo de la Junta de la calle Nueva. Entran dos chicas jóvenes, rubias, cargadas con sus macutos y una pequeña tabla de surf. Mercedes sale del mostrador para abrir la otra puerta y que consigan entrar. Vienen preguntando por un lugar llamado Casa Caracol. Mercedes se lo explica, primero en español y después, ante la cara dubitativa, en alemán. «Nos hacen todo tipo de preguntas, desde dónde se puede comer barato hasta dónde pueden ponerse un piercing», explica también Ana, su compañera en la oficina. Entre las dos se las apañan para desenvolverse en todos los idiomas: inglés, alemán y francés. ¿Y el resto? «El idioma universal», dice Mercedes, entre risas, señalándose las manos.

No hay un perfil específico del mochilero que llega a Cádiz. Vienen de Nueva Zelanda (algunos cargados desde el avión con su tabla), pero también de Japón, Alemania, Francia y de Italia. Mucho italiano y también madrileños, que a veces dan algún que otro problema. Y si no, que se lo pregunten a Antonio Álvarez, propietario de las camas Comercio, en la calle Flamenco. Antonio salió de Astilleros y decidió empezar a alquilar habitaciones, para seguir viviendo. Hasta allí llegan muchos jóvenes buscando un lugar barato. Son 20 euros por persona (22 ó 24 en temporada alta). «Algunos preguntan si incluye el desayuno... y hasta un negro para que te abanique», comenta con sorna su mujer, Francisca Pino, que también echa una mano en el negocio.

En torno a los ejes de Sopranis, Plocia y Flamenco y alrededores se concentran buena parte de las pensiones preferidas por este tipo de visitantes. Aunque no todos los establecimientos están a su alcance. «Vienen y preguntan el precio y les decimos que son 54 euros la habitación doble y nos dicen que ellos no necesitan baño; buscan algo más barato», confirman en el hostal Bahía, en Plocia.

Lo mismo pasa en La Galeona (Sopranis), antes pensión y ahora apartahoteles. Son 50 euros por pareja; 60 en verano. Remedios Campos está al frente del negocio. ¿Las nacionalidades» Remedios cierra los ojos: «Ingleses, italianos, yugoslavos de esos, rusos y de otros países; los emigrantes no se quedan aquí», contesta la empresaria.

«Nosotros antes recibíamos más, pero después de la reforma, subimos los precios y ahora tenemos otro tipo de clientes», cuenta Fernando Soriano, gerente del Hostal Fantoni, en Flamenco.

Pero unos metros más allá, en la Pensión España (calle Marqués de Cádiz), sí se encuentran, sobre todo en temporada alta. Dentro, unos sillones de escay rojo invitan a reposar y a hojear algunos de los libros que los propietarios han dejado allí. A la derecha, en la recepción, Pedro Blanco, lo confirma: «La gente viene buscando los precios más baratos». En este establecimiento, que en sus tiempos ya funcionaba como fonda, saben lo que es tratar con gente de todos los países, de todas las edades, pero sobre todo, jóvenes. Jovencísimos. «A veces miras el carné y te dan ganas de decirle: ¿pero qué haces tan lejos de casa con 18 añitos?». Una clienta interrumpe: la llave de la 15. Pedro se la da, con una sonrisa. No es extraño que los chicos le avasallen a preguntas: ¿Dónde podemos comer? ¿dónde se sale de marcha?

En la pensión España hay de todo: parejas, grupos de amigos y muchos viajeros solos. «Esos son los más abiertos», confiesa Pedro. Y como era de suponer, los tópicos tienen su fondo de verdad: «los italianos y latinoamericanos son más como nosotros; los nórdicos más formales y a los japoneses te dan ganas de no cobrarles». En sus 21 habitaciones se puede pasar la noche desde los 22-25 euros (individual, temporada baja) hasta los 50-55 de la doble en temporada alta.

Punto de encuentro

San Juan de Dios. Aprieta el calor. La suiza Muriel y su amiga alemana Deber levantan la vista y se fijan en el Ayuntamiento. Es el punto de referencia para no perderse. Buscan Casa Caracol y ellas mismas parecen un anuncio del establecimiento: van con su casa a cuestas. No es fácil encontrarlo: la puerta, pintada de azul, hoy se encuentra tapada por unos andamios, en el último tramo de la calle Suárez de Salazar.

Uno entra en la Casa Caracol y percibe un cambio. Como Alicia en el País de las Maravillas. De hecho, este podría ser el Albergue de las Maravillas. Un cartel que reza Do you really need to ask that? (¿De verdad necesitas preguntar eso?) recibe al viajero, entre otros: On facebook, check out the Casa Caracol page. O este otro: Music too loud? Ask for earplugs (¿Música demasiado alta? Pide tapones para los oídos).

Pero la realidad es que aquí se respira juventud y a esta hora del día (por la mañana) tranquilidad. Hay gente en la cocina, saliendo y entrando de las habitaciones, consultando su guía o simplemente descansando en las hamacas de la terraza, acondicionada para ello. Casi todo el mundo va descalzo. Pese al ambiente relajado, hay normas: nada de fiestas en la azotea, hay que colaborar con la limpieza y con el mantenimiento del lugar.

No problem. Son reglas asumibles. «Aquí, nena, el que menos es ingeniero de la vida», dice Vanessa, que ha llegado del Pirineo aragonés junto a su amiga, que irrumpe a la mitad de la conversación con una botella de coca-cola rellena de café con leche. Ellas dos son de las pocas españolas del lugar.

Al lado, Rodney ronronea en una de las hamacas. Lleva 11 meses de viaje y conoció el lugar a través de otro hostal de Granada donde trabajaba. Viene con Melissa (Argentina), que no tenía pensado de antemano venir a Cádiz: «Se fue dando todo; fuimos armando la ruta y hoy mismo nos vamos para Caños de Meca», comenta. A escasos metros, Alain, un francés, se despide de los huéspedes y el personal, mientras otros preparan sus mochilas o simplemente ejercitan en el dolce far niente (expresión italiana que algunos han hecho propia, a pesar de haber nacido en Noruega). Con todo, lo más atractivo de Casa Caracol es su precio: entre 15 y 17 euros, con derecho a usar la cocina, lo que no es poco.

No problem en el barrio tampoco. En Santa María, los viajeros que van y vienen son mirados con buenos ojos. No hay mayores quejas. Al contrario, «son más correctos que nosotros», apunta un vecino. El presidente de la asociación de vecinos, Pepe Rodríguez, lo confirma: «Nunca han dado problemas; son gente joven; muchos incluso se integran tanto que parecen uno más del barrio».

Gente educada

Manolo, que regenta un ultramarinos cerca de allí, lo sabe bien: «Vienen a comprarme pan, refrescos y agua, cosas sanas... Bueno, y alguna cervecita de vez en cuando». Este hombre, que lleva más de treinta años con su negocio, cree que este tipo de turismo también aporta a la ciudad. «La mayoría son muy educados y algunos, cuando vuelven a la ciudad, vienen a verme y mientras he tenido el establecimiento cerrado me han puesto un cartel: 'Manolo, te echamos de menos' y me echan fotos con el móvil».

Extraña, quizá, su aspecto, pero nada más. «¿Te acuerdas del ruso aquel, el grande, que bajaba en camiseta de tirantes y descalzo en pleno enero?», pregunta otro de los vecinos y luego se pasa a comentar cualquier otra cosa que haya pasado en el barrio.

Dentro, en la Casa Caracol, Muriel y Deber han llegado ya a la recepción. Sudando. Cansadas. Muriel está estudiando en Sevilla y su amiga ha venido a visitarla y juntas se han liado la manta a la cabeza (o más bien la mochila) y se han lanzado a conocer algo de Andalucía. «Y a ir a la playa», agrega Muriel. Han hecho el viaje en autobús público y prácticamente acaban de desembarcar. Lo primero será dejar los macutos, porque en todo Cádiz no hay un solo lugar (desde que trasladaron la estación de Comes) con taquillas para ver tranquilamente la ciudad sin necesidad de cargar con ese peso extra. Tampoco hay albergues (es la única capital andaluza que no tiene).

Una vez acomodadas se lanzarán de nuevo a San Juan de Dios. A ver, a conocer, a que se le llenen los ojos de anécdotas, gente, olores, piedras y colores. Dentro de veinte años, echarán un vistazo al álbum de fotos -si es que tal cosa sigue existiendo-, y se verán jóvenes, pequeñas, engullidas por sus enormes mochilas. Con esa cara rozagante que sólo arruina el único deporte que todos practicamos: vivir.