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Los amigos de Peter

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Sin llegar a los niveles de grandeza de Los puentes de Madison y sin comparación posible con el cine de Douglas Sirk -para curarme en salud, lo digo, que luego me dicen que mi sentido de la cultura deja mucho que desear- Los amigos de Peter es una película que convendría ver, por prescripción sanitaria, al menos una vez al año para recordarnos que cualquier tiempo pasado no tiene necesariamente por qué haber sido mejor. Con unos deliciosos diálogos y una banda sonora de las de guardar en nuestra memoria histórica, la película protagonizada por Kenneth Branagh, Hugh Laurie -sí, el doctor House, antes de ser el doctor House- Stephen Fry y Emma Thompson se desliza sin muchas pretensiones por el tortuoso camino de la amistad, o de lo que queda de ella cuando el tiempo pasa inexorablemente y convierte el entusiasmo de la juventud en un auténtico ceremonial friki. El que no se haya comportado como los amigos de Peter en alguna ocasión, que tire la primera piedra, sobre todo ahora que proliferan las reuniones de «¿qué paso con?...» en institutos y facultades. Porque una cosa es lo que fuimos y otra muy distinta lo que somos o lo que somos capaces de llegar a ser.

El concierto de Serrat del miércoles estuvo lleno de amigos de Peter para los que el tiempo se podía haber parado hace un par de décadas. Un concierto regado de proverbios chinos, de citas célebres como sacadas de Google y de casi cincuentones a los que el pudor -y las nuevas tecnologías- les impidió sacar los mecheritos en una noche en la que se reconocieron todos como los adolescentes que un día descubrieron que en los discos de Serrat habitaban los poemas de Antonio Machado o de Miguel Hernández. Y hacía mucho frío, y no sólo era por el poniente. Pero lo pasaron bien, y si no terminaron cantando Everybody wants to rule the world fue porque no pegaba mucho, la verdad.

Y es que no se puede vivir del recuerdo, ni se puede forzar la maquinaria de un reloj envejecido sin engrasarlo, sin pasar una revisión. Una revisión como la que ha pasado el glorioso ayer de Cádiz -ése en el que «Cádiz, España era» que decía Adolfo de Castro- en la magnífica exposición Interiores robados que se inauguraba el pasado jueves en la Diputación Provincial y que -sin caer en los tópicos de Federico Pérez Peralta, que dice de todo lo que organiza que es «la joya del verano»- promete ser una propuesta de altura en este Cádiz que sigue en observación sin que los facultativos se decidan a darle el alta o a ingresarlo directamente en la UCI. Una exposición que nos devuelve la imagen desempolvada de una ciudad a la que Lord Byron había definido como «la morada de Venus». Así, con un sentido más lúdico que reivindicativo, intentan Juan Carlos González-Santiago y José Manuel Vera Borja trasladarnos a un momento único, acercanos a los usos y costumbres de una ciudad culta -de verdad- y abierta -de verdad- en donde fue posible respirar aires de libertad y de cambio hace casi doscientos años.

Y si no se puede vivir del recuerdo, tampoco se puede vivir de lo que nos traerá el futuro, si es que nos trae algo. La viuda de Stieg Larsson, Eva Gabrielsson, no le restó público a la inauguración de la nueva sede del PSOE el pasado martes -y eso que los Ministros, Presidentes y demás iban como en carrera oficial por la calle Ancha-, pero sí que llenó la sala de la Asociación de la Prensa en la que, ante un público rendido y entregado, fue desgranando los valores ideológicos, morales y periodísticos del que fue treinta y dos años su compañero y del que no ha podido aún cobrar ni un duro porque las leyes suecas no reconocen entre ellos ningún vínculo familiar. Gabrielsson desveló que el autor de Millenium había iniciado antes de morir la cuarta parte de la saga -que no la publiquen, por Dios, que me la tendré que leer, y creo que no aguntaría más las majaderías de Lisbeth Salander-, que la tiene en su poder, y que incluso podría terminarla ella misma si consiguiera los derechos de autor. Pues vaya. Podría ser un caso ideal para Mikael Blomkvist, el caso de la novela apócrifa, una investigación digna de Millenium y de la enana camorrista a la que Larsson consideraba uno de los grandes aciertos de la novela -vaya por Dios-.

Ni del pasado, ni del futuro. Y del presente, ni les cuento, porque si tenemos una de las cestas de la compra más cara de España, por lo menos la tenemos. No como los veinticinco de la Plataforma de Parados Gaditanos 2009, que llevan encerrados en Santo Domingo desde el pasado día nueve reclamando un puesto de trabajo. Para ellos el presente no es más que las dos horas diarias en las que pueden abrazar a sus familias y la ayuda que están recibiendo de hosteleros y comerciantes. Ahí siguen. Pensando incluso en pintar el claustro de la iglesia para matar un tiempo que ni siquera les pertenece, viendo pasar las horas mientras esperan una respuesta. Hasta el momento, sólo el Obispo les ha visitado y se ha interesado por el estado anímico de estos padres de familia. Lo demás, no han sido más que palabras de aliento y compromiso. Palabras, palabras que se las lleva el viento pero que no sirven para pagar ni el alquiler, ni la luz, ni el agua. No hay más. Como cantaban los amigos de Peter, Welcome to your Life.