DÉJAME QUE TE CUENTE

Los aprovechados

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Tiene razón -opino- Antonio Cantizano cuando, en su comentario crítico sobre mi artículo titulado la «beatería política», afirma que lo más grave, no son los beatos, sino los mesías y, todavía más, los aprovechados: aquellos que, tienen singular habilidad para sacar «beneficios» económicos del «oficio» político. Coincido con él en que, debido al vacío producido por el alejamiento mutuo entre las religiones y la sociedad, entre la teología y el pensamiento, entre la moral religiosa y la ética ciudadana, ha sido escaso el éxito de los diferentes intentos realizados por ocupar ese amplio y necesario espacio de pensamientos, de pautas de comportamiento y de códigos de símbolos imprescindibles para fundamentar y para orientar las conductas individuales y las relaciones sociales.

Pienso que quien ha explicado de una manera más clara y detallada las diferentes propuestas para rellenar estos huecos «ideológicos» ha sido el ensayista George Steiner, en su libro titulado Nostalgia del absoluto. Resulta sorprendente la facilidad con la que muchos autodenominados intelectuales, al mismo tiempo que olvidan o niegan los contenidos de la religión tradicional -esas sustancias que han alimentado nuestros pensamientos, nuestras convicciones y nuestros comportamientos- tratan de sustituirlos con unas creencias y con unos ritos muy semejantes. Este autor parisino nos muestra cómo dichas teorías filosóficas, políticas y antropológicas son construcciones alegóricas copiadas casi literalmente de los principios religiosos que ellas tratan de reemplazar.

En esta ocasión, por lo tanto, no me refiero a los ritos, a las ceremonias, a los emblemas o al vocabulario, sino que pienso en ese mesianismo visionario con el que algunas doctrinas laicas predicen el futuro dibujando un cielo terrenal, y en la renuncia ascética que impone compromisos perpetuos y absolutos. Recordemos cómo, no sólo el marxismo, sino también los partidos actuales de derecha, de centro o de izquierda, exigen a sus militantes una implicación total de sus conciencias y de sus personas y una dedicación plena a sus actividades. Es posible que aquí se sitúen las raíces de esas prácticas tan extendidas como, por ejemplo, las listas cerradas o la disciplina de votos en el Congreso de Diputados.

Pero, en mi opinión, mucho más peligrosos que los creyentes radicales e integristas de la política son los «vivos» que, aprovechándose de la credulidad de sus fieles y de la inmunidad parlamentaria, se dan la buena vida: los que, predicando la igualdad, la libertad y la solidaridad, no reparan en medios para situarse por encima de sus correligionarios y para lograr que su patrimonio personal aumente desmesuradamente.

Estoy de acuerdo en que la gran mayoría de los políticos son honrados, pero también reconozco que, quizás por no existir una política global, organizada y programada contra la corrupción, esas manchas tan notorias contaminan toda la acción política porque, al restar credibilidad, socavan directamente los pilares del sistema democrático. ¿Cómo -me pregunto- esos dirigentes, que tan rápidamente descubren la podredumbre de los adversarios, no advierten el hedor que desprenden esos colegas ostentosos y horteras que, sentados a su verita, alardean de riqueza y nos demuestran a los demás que son unos aprovechados de la política?