Ninguno de los diestros cuajó una buena actuación. / EFE
Sociedad

Victorino sin triunfadores

El Cid no redondea con el toro más propicio, ni tampoco Diego Urdiales con un primero encastado, en el oscuro cierre de un gris San Isidro

| MADRID Actualizado: Guardar
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Seis toros de Victorino Martín, de gran cuajo, desiguales hechuras y variada condición. De pobre y mala nota los dos últimos, que dejaron agrio sabor. Encastado el primero; bondadoso el segundo; se enteró el tercero; agresivo el cuarto, que fue el más difícil.

Diego Urdiales, de burdeos y oro, silencio tras un aviso y silencio. El Cid, de púrpura y oro, ovación y silencio. Iván Fandiño, que sustituyó a El Fundi, de verde botella y oro, silencio en los dos.

Los dos últimos toros de corrida y feria fueron de impropio acento y dejaron marcada la corrida de Victorino con un muy agrio sabor de boca. El quinto, por flojo, por emplearse al paso y con terrible desgana, sin chispa ni celo; el sexto, por bronco, áspero y por la manera de defenderse a bastonazos. El Cid y su gente hicieron no poco por echar al quinto al suelo, la gente se erizó y reclamó la devolución del toro, el palco no compró y la lidia fue un pequeño disparate.

Se estaba fraguando una tormenta de verano, se encapotaron los cielos, se levantó viento, El Cid se puso donde pudo en medio de desquiciado ambiente. Eso se vivió en medio de una de esas confusas broncas tan de San Isidro. Desquiciadas, incongruentes, derrotistas. El sexto fue un amplio pajarraco de casi seiscientos kilos, degollado, embastecido, altísimo, perfil escaleno de testuz, dos leños formidables. Un derribo de caballo por los pechos, el único de la feria. El derribo fue a última hora la seña de identidad o la huella de un espectáculo pobre, mal atendido y entendido, seguido sin la devoción y el rumbo tan habitual en las corridas de Victorino en Madrid. Ésta se puso cuesta arriba a partir del tercer toro y entonces tomó torcida deriva. No compareció El Fundi y entró en su puesto un torero nuevo, Iván Fandiño, con aire de artista y no de gladiador. Lo superaron las intenciones del tercero de corrida, que lo cogió en un resbalón y le pegó una imponente paliza. Ese tercero, muy en santacoloma antiguo, con la cabeza enroscada en el tronco, fue toro encastado. En corto, se quedaba en las zapatillas; de largo venía pero había que traerlo tapado. No hubo acuerdo entre las partes. Y menos después de la paliza, que fue más accidente que cogida, pero hizo correr la voz de que la corrida traía perverso fondo.

No lo tuvo un primero de buen empleo por la mano derecha. Embestidas humilladas, largas- pero revoltoso por la izquierda, siempre celoso entonces. Ni lo tuvo tampoco un segundo bondadoso que se empleó de salida en el capote y se dejó con son cierto por la mano derecha. Pero ni Diego Urdiales terminó de romperse con el primero, que fue toro encastado pero no sencillo, ni El Cid redondeó nada en serio con el buen segundo, que lo desarmó una vez, le rompió entonces el ritmo y no le dejó embrocarse con verdadero asiento por la mano izquierda. Los villamelones pitaron en el arrastre a ese segundo toro. Esas fueron las dos oportunidades. O los dos toros propicios. A su manera. Después de torcerse el rumbo con el tercero, saltó un cuarto incierto, agresivo, borrascoso, que ganó por la mano a Urdiales.