ANABOLIZANTE

El final de la Navidad

Lo advertí por tres síntomas inequívocos. El primero de ellos era que ya no ascendía hasta mi ventana el insoportable fun fun de los villancicos procedente del Belén de abajo de casa. Yo sé que peco de intolerante pero, ¿realmente hay alguien a quien le gusten esas coplillas cantadas por voces infantiles absolutamente ñoñas y repelentes?

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El segundo lo advertí en ciertos cambios de mi cuerpo, quizá imperceptibles para ojos ajenos, pero no para los míos, ni tampoco para mis maltrechos vaqueros que han tenido que ceder más de lo acostumbrado para adaptarse a mis carnes. Y es que, como todo el mundo, he utilizado la Navidad para dar rienda suelta a mis gustos alimenticios más prohibidos, bastante sencillos por otra parte, pero no por ello menos perniciosos, a saber: las papas y la cervecita. Sí, señores: el tubérculo por excelencia no sólo ostenta el honor de ser el alimento que mejor guarda el calor (¿no quema na una papa caliente en la boca!), sino que además es lo que más engorda, según la dieta anti-hidratos. Por eso yo, estas Navidades, mientras que otros se daban el lujo de ingerir marisco y cordero, yo me he jinchao literalmente de papas. Con respecto a la cerveza, supongo que sobra cualquier aclaración de por qué intento proscribirla de mi dieta. Y por último, el tercer síntoma que me anunció el final de la Navidad fue salir a la calle y advertir que la gente caminaba relajadamente, después del estrés y de la maldita locura de los regalos, que convierten a las personas en trozos de carne apabullados por el agobio. Aunque, para mi asombro, comprobé que, después de la fiebre consumista de las fiestas, seguía habiendo personas guardando colas interminables en las rebajas. Lo que me ha hecho pensar en la ilimitada capacidad de sacrificio del género humano... ¿Cómo se puede tener ganas -todavía, por favor- de ir de tiendas?