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Ciudad muerta

La otra noche fui a celebrar mi aniversario de boda (no me pregunten por qué), y por aquello del positivo y los puntos, y porque nos habían hablado bien y nos apetecía explorar la zona, decidimos cambiar de aires, no ir a los sitios que tenemos más vistos que el tebeo ni meternos en carretera. O sea, visitamos la zona de restaurantes del centro-centro de Cádiz, libres por un día del sota-caballo-rey de los rollitos imperiales, los burritos, los montaditos y las pizzas.

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Llovía. Un calabobos molesto que dejó de pronto las calles, más que limpias, vacías. No sé qué tiene el casco antiguo de noche, que aparte de poco iluminado está siempre desierto. Más todavía aquella noche. Una ciudad fantasma, un domingo a las diez menos cinco. Y la sorpresa: los dos o tres restaurantes pequeñitos que nos habían aconsejado, todos estaban cerrados a cal y canto. Nuestra primera opción, a hacer gárgaras. La segunda también. Tuvimos que contentarnos con la tercera.

Y en la tercera opción, frente a nuestra mesa, una pareja de turistas que pide algo de la carta que ya no queda. «Se nos ha terminado esta mañana», dijo el maitre, como diciendo, «Si ustedes supieran». En la carta, lo comprobamos después, había ya poquita cosa. Líbreme Dios de decirle a nadie cómo tiene que hacer su trabajo, pero el lunes siguiente era fiesta. No sé qué le ofrecerían entonces de comer a quienes visitaran el local, a quienes hayan venido desde el quinto pino intentando saborear las supuestas delicias de una cocina donde, por aquello de la mala previsión del encargado de intendencia, no quedan más que telarañas.

El comentario, mientras regresábamos al coche después de sentirnos un poco como noctámbulos canallas de una edad que ya no tenemos (o sea, poco más de las once de la noche, no se vayan ustedes a creer) era el de siempre: que Cádiz está muerto, que no es cuestión de crisis, sino de ideas. Cuestión de ganas.

No podemos vender excelencias de nada cuando luego no hay nada que vender ni nada abierto: ni los comercios de día, ni los restaurantes de noche. Al parecer, el puente pasado, sólo las grandes superficies hicieron su agosto en diciembre. Pero en vez de ponerse las pilas, la competencia afectada se queja. Dan las once de la noche y es imposible en verano encontrar un sitio donde tomarte una tapa. Dan las nueve en invierno y uno escucha sus propios pasos en las aceras y está deseando llegar a casa. Los sábados por la tarde no queda otro remedio que ir a las grandes superficies; mientras tanto, en Sevilla hay que ir esquivando gente que hace sus compras en unas calles empetadas.

Entre el ayuntamiento, Horeca y Pepe Monforte habría que buscar de inmediato una solución. Yo voto para que en esa zona capital de nuestra ciudad, tan céntrica y a la vez tan abandonada de noche, se instauren restaurantes de guardia los domingos y festivos.

Porque si no, me temo que el año que viene me voy a tener que liarme la manta a la cabeza e irme adonde siempre, o me paso la cena romántica de la que tanto se carcajearon mis hijos bebiendo cocacola, y eso que no me gusta.