EL MAESTRO LIENDRE

Club Deportivo Chapuza

La utilización del deporte como metáfora de situaciones diversas y como termómetro de la salud socioeconómica de cualquier zona o país se ha convertido en un tópico, en un lugar común. Es habitual, incluso, eso de analizar el medallero de los Juegos Olímpicos entre pensamientos como «¿esta gente gana tantas medallas con el hambre que pasa?» o «claro que son los mejores en gimnasia, si los fusilan al día siguiente si se llevan la plata en vez del oro».

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Estos comentarios de taberna, que a veces ni se verbalizan, son la expresión más baja de una asociación (a veces inexacta) que todos hemos hecho propia: las sociedades prósperas hacen más deporte y más obtienen triunfos. No se trata tan sólo de campeones por televisión, de autógrafos, de podios, himnos y banderas al viento.

Esa extendida idea también afecta al deporte como práctica diaria, como fuente de bienestar cotidiano para personas que jamás tienen la aspiración de competir. O sea, que todos pensamos que en los países o ciudades mejor organizados, mejor gestionados, y en los que mejor se vive hay más clubes y actividades para niños, más piscinas, más torneos de amateurs puretas y/o barrigones, más pistas polideportivas en las que echar un rato con los amigos.

Si ese paralelismo se aplica a la ciudad de Cádiz, el resultado propicia que todos nos abramos las venas con un cuchillo de sierra, del que sirve para cortar el pan. El reflejo competitivo de la sociedad gaditana (de la Bahía) en las competiciones nacionales es lacrimógeno. Al margen del Cádiz (¿Qué divertido es verlo ganar en Segunda B! llegan a decir algunos) apenas hay clubes que militen en ninguna de las dos máximas categorías de ningún deporte por equipos. Y así ha sido durante los últimos 20 años, por lo menos, pese a los titánicos esfuerzos individuales con apellidos como Elfrisal, Gades o AESA Puerto Real, por citar unos pocos al voleo.

Tampoco hay deportistas individuales (salvo infrecuentísimas excepciones) que destaquen. Si lo hacen, se han largado previamente.

Esa situación de falta de títulos, héroes y medallas, con la que se puede vivir perfectamente, es el reflejo directo de otra, con la que resulta más inconveniente y antipático compartir cada día: las instalaciones deportivas en Cádiz son poquísimas (lo dice la Cámara de Cuentas en su informe anual). Está a la cola de todas las capitales andaluzas. Pero lo peor no es su escasez. Lo más triste es su estado de revista, su oferta y el servicio que prestan. La situación, como se ha demostrado en los últimos 15 días, es difícil de empeorar ni siquiera intentándolo adrede.

El Complejo Ciudad de Cádiz, ese ma-motreto tan feo pero tan apañado y útil si tuviera un correcto mantenimiento, ha estado cerrado casi dos meses para obras de reforma. Cuando reabrió el pasado primero de octubre, los ansiosos usuarios que han estado pagando 60 días por un servicio que no han recibido comprobaron que los trabajos se han hecho tan bien, tan bien, tan bien, tan bien... que no se notan.

Las taquillas, los vestuarios y el resto de instalaciones imprescindibles siguen ¿intactos!. El agua de las duchas sólo tiene dos temperaturas: congelamiento inmediato y desolladura por líquido hirviendo.

Sólo son visibles reformas en las escalerillas de la piscina y en el parqué de algunas pistas. Para eso han cerrado dos meses. Eso sí, sin dejar de cobrar mensualmente a los abonados.

Cuando reabre, los reponsables de la instalación admiten alegremente que «los principales trabajos de reforma están pendientes». Las preguntas aparecen a la velocidad de Usain Bolt: ¿Para qué han cerrado dos meses? ¿Qué han estado haciendo?

Los ancianitos nadadores y los que aspiramos a serlo miramos cada día en cada rincón en busca de un indicio que nos permita comprobar que se ha hecho algo. Los accesos siguen igual, los funcionarios siguen pasando de nosotros (están muy ocupados con sus derechos y no tienen tiempo para los nuestros), las mismas banquetas rotas, las mismas taquillas roídas de la Primera Guerra Mundial. Todo igual, pero con «la escalerilla de la piscina empotrada», que parece que no, pero debe de ser todo un avance tecnológico que precisa semanas de sesudos estudios y trabajo.

Los que estuvieron sin piscina o pista durante dos meses, pero pagaron, tendrán que aguantar ahora nuevas obras en directo, con el albañil trajinando mientras uno está con gorrito, gafas y turbito (en una de las más vergonzosas escenas que pueda protagonizar una persona común). Ahora habrá que soportar molestias, pagando. Antes hubo que esperar sin el servicio, pagando.

En el recinto del casco antiguo, la situación no es mejor. Los usuarios han esperado casi una década de retrasos para que les abran un pabellón que parece diseñado para fortalecer el ego del arquitecto y debilitar la moral de los usuarios. Diez años esperando para encontrar vallas afiladas junto a la banda del campo de fútbol, goteras al primer chaparrón, columnas que impiden el paso, maquinaria insuficiente o todo el edificio convertido en una sauna por falta de aire acondicionado. Campeones del mundo de chapuzas y monerías.

El Fernando Portillo, mientras, cerrado por obras. A la vista de los dos antecedentes, seguro que queda precioso, útil, práctico y cómodo para los usuarios. Aquí, el que paga, es el que se jode, el que espera (dos meses o diez años), el que aguanta las molestias y el que se tiene que conformar con lo que le den.

Resulta lógico que apenas salgan campeones. Menos mal que los responsables están en confortables y reformados despachos de las administraciones públicas local, provincial y regional.

Si estuvieran en un club profesional, hace meses que se hubieran ventilado al presidente, al entrenador, al fisioterapeuta, al capitán, a los veteranos, a los canteranos y hasta a la mascota.