ANÁLISIS

Nadal

La gente admira a Rafa Nadal y se siente reconfortada por ello. Conecta sentimentalmente con un deportista del más alto nivel que se alimenta a mordiscos en la pista, un tipo humilde cuando enfunda la raqueta. Aunque ciertas bondades no estén de moda, las personas necesitamos creer en algunos valores humanos. Si no muchos, al menos que sean inmutables. Da gusto ver el mejor tenista del mundo contento, sombrero en mano, junto al resto de atletas en el desfile inaugural de los Juegos. Genera simpatía con la bandeja sobre la mesa del comedor olímpico. Y también al distinguirse como un animador eufórico en la grada del España-Grecia de baloncesto. A Nadal se le quiere porque es un fenómeno en lo suyo, pero sobre todo porque el público le nota cercano y porque difunde la impresión de disfrutar por cuanto hace. Sonríe con naturalidad, una manera de propagar optimismo muy diferente a la mueca 'quiero resultar simpático y no puedo' del también galáctico Fernando Alonso, ese rictus indefinido tan propio de quienes no germinan la alegría desde dentro.

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El olimpismo se ha desnudado progresivamente de algunas capas hipócritas, como aquel profesionalismo del 'usted pasa y tú no', la aceptación del mercantilismo y el color del dinero. Pero, igual que en las cebollas, debajo de tanto abrigo permanece algo innegociable, el espíritu olímpico. Además de tantos atletas que sólo abandonan la clandestinidad a la que les sometemos público y medios cada cuatro años, ¿qué gran monstruo profesional puede encarnar mejor la atmósfera señorial del deporte? No se me ocurre nadie mejor que Nadal, depredador en la cancha con cara de pillo, caballero que mantiene la nobleza como vértice de las esencias pese a esos raquetazos que parecen anunciar el fin del mundo. Confío en saber cribar la ñoñería de la importancia a la hora de recordar la espléndida lección humana que protagonizaron Nadal y Federer en la bellísima final de Wimbledon. Recuerdo que después de cinco horas de un tenis soberbio entre dos campeonísimos, me volví hacia mis hijos y les dije: «Son dos señores. Fijaos cómo ha sabido ganar uno y perder el otro». Y me reconfortó el convencimiento pleno de que ambos se hubieran manifestado igual si el plato se lo dan a Rafa y la copa a Roger. Si estos valores han pasado de moda, reclamo su devolución inmediata. Y me acordé de Borg. No lo puedo evitar. Ni quiero. Al fin y al cabo, uno es borgiano. De Borges no, del tenista impecable.