CALLE PORVERA

Sabores

Me siento muy identificada, a mi pesar, con ese anuncio cursi en el que una chica con cara de estar pasando por un mal día le pide al chico del mostrador un helado de ésos de «hoy no tengo ganas de hablar con nadie». Claro que él, que es pa comérselo, le da uno de «tienes una sonrisa preciosa». A mí me pasa igual cuando voy a comprarme un cucurucho: mi estado de ánimo es el que elige el sabor. Los vaivenes que doy son exagerados, por eso nadie acierta a la hora de intentar sorprenderme con un postre fresquito. Lo de los helados, como ocurre con lo gastronómico, es muy sensitivo, y no todos los días se disfruta igual de un sabor. A mí a veces, en invierno, me da el arrebato de tomarme uno de chocolate fondat, ése que a muchos les hace saltar las lágrimas por el amargor pero que a mí me reconforta, me recuerda a los desayunos que preparaba mi abuela y me arranca una sonrisa. Otras veces no puedo soportar tanta melaza, y opto por lo frutal y por deleitar el paladar con uno de limón o de mango, uno de mis últimos descubrimientos.

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Hay días que me gusta complicarme la vida, y para eso han venido en mi ayuda las casas comerciales que apuestan por el más difícil todavía y te ofertan cosas como «vainilla con galletas cookies amasadas a mano y caramelo derretido a fuego lento con trocitos de canela de Ecuador». Tanta variedad contrasta con la que encontraba en mi infancia cuando pegaba la cara al expositor: sólo había nata, chocolate y vainilla, y a lo mejor fresa y limón. Sí, cuando estoy obtusa compro el que tiene un nombre más largo y, claro, tanto riesgo me ha causado alguna vez desagradables sorpresas. Artesanales o industriales, de cucurucho o en tarrina, de postre o aperitivo playero, me encantan los helados. Ah, y a pesar de todo tengo una apuesta fija: el de trufa y stracciatela.