VUELTA DE HOJA

Niños al agua

No me acuerdo ahora de cómo se llamaba aquel pescador que contrataron en Los Ba-ños del Carmen para que nos enseñara a nadar. Sin embargo fijamente recuerdo que el mar de entonces estaba tan serio y tan azul como en las postales y de que nos ataba un cinturón de corcho. Era como una biblioteca en la cintura.

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De pronto, después de recibir toda la ración soportable de sol, nos decía: «¿Ni-ños, al agua!» Aquel viejo marinero tenía indudables dotes de mando. Más que algunos almirantes.

Además, lo admirábamos mucho porque estaba siempre descalzo, cosa que no nos consentían a nosotros ni en nuestras casas ni en la playa, donde eran casi obligatorias unas sandalias horribles, como hechas de un calamar crudo simétricamente tijereteado. Quien las calzó las recuerda.

El mismo grito conminativo de «¿Ni-ños, al agua!» se ha oído ahora, un poco más lejos de la orilla. Nueve criaturas recientes, con la piel algo más oscura que la nuestra a finales del verano, han sido arrojadas al mar. Un muerto a bordo, aunque sea a bordo de una patera, trae mala suerte.

No peor, por supuesto, de la que tuvo el difunto, pero ¿qué se hace con él? Sus padres vinieron para tener una posibilidad de ganarse sus vidas, la de los niños y la de ellos, pero los problemas se han reducido mucho porque ellos ya no están. Angelitos al mar.

Eso de acostumbrarse al horror se las trae, pero nos hemos habituado a que el mar -o la mar, niño o niña- se lleve vidas y más vidas. Veo a los niños de ahora en la orilla, entre cremas bronceadoras, madres solícitas y cartuchos de patatas fritas. La orilla es más segura. Casi se está a salvo de la crisis económica.

Desaceleración es la de ellos. Ahora me acuerdo del nombre del bañero que nos ataba corchos a la cintura. Se llamaba Pedro. Un nombre adecuado para un pescador de hombres. Y de niños.