EUFORIA. Los españoles invadieron Viena. / EFE
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El ruido de la marea roja española se adueñó de Viena

Los seguidores se echaron a la calle desde primera hora de la mañana La hinchada confiaba en la victoria

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Viena dejó aparcada por un día la música de Mozart y Strauss para bailar al son de los cánticos de los aficionados españoles.

Desde primera hora de la mañana, los cantos más ruidosos procedían de la Piel de Toro. «¿Dónde están los alemanes? ¿Los alemanes dónde están?», gritaban los hinchas de la roja.

Los alemanes estaban sobre todo en la carretera al ser un país vecino de Austria y llegarían de forma paulatina durante la jornada, como así fue. Sin prisa pero sin pausa, las calles de la capital comenzaron a llenarse de aficionados germanos, aunque los más ruidosos eran siempre los españoles.

«Aquí está Ceuta», mostraban las camisetas de una veintena de aficionados llegados desde la ciudad española en territorio africano. «Hemos venido a vivir un momento histórico. Yo creo que vamos a ganar, pero los alemanes son siempre los alemanes», afirma Luis, un componente del grupo.

En la Rathausplatz, los alemanes, atraídos por la fanzone, la zona de aficionados, comenzaron a llenar las calles a partir de las doce del mediodía. Los germanos iban en pequeños grupos, y aunque en el número total sumaban más, los más ruidosos seguían siendo los españoles.

En el café más antiguo de Viena, el Demel, en la calle Kholmarkt, abierto en 1786, se mezclaban aficionados de ambos equipos, compartiendo cubiertos codo con codo.

Lo mismo ocurría en la zona nocturna de más ambiente de Viena, el llamado Triángulo de las Bermudas ('Bermuda dreieck'), porque uno de los bares tiene el nombre de ese archipiélago.

Una pelota de plástico corría de terraza en terraza y de bar en bar. Los alemanes se pasaban el esférico a los españoles y viceversa. El ambiente y el colorido eran extraordinarios. Y el negocio de la cerveza hacía oídos sordos a la crisis.

«Por ahora todo va bien entre nosotros. Los alemanes se están portando bien y estamos confraternizando. Es una pena que les vayamos a ganar...», decía, irónico, Julián Domínguez, un madrileño que llegó el sábado en avión junto a su mujer y un amigo.

En la Stephenplatz el ruido era más ensordecedor. Allí se juntaron los grupos más numerosos de ambas hinchadas. Aunque los cánticos en la lengua de Cervantes eran mucho más potentes que los del idioma de Goethe.

«Este partido lo vamos a ganar, este partido lo vamos a ganar», lanzaba la hinchada española, con aficionados vestidos de toreros, de flamencas o de guardias civiles. Todo valía ante una cita histórica, inolvidable.

A su lado, los vendedores ambulantes, que ofrecían bufandas, camisetas y banderines de la final a 10 euros cada pieza, hacían su negocio. Y los espabilados reventas no desperdiciaban la ocasión para ofrecer entradas de 160 euros a 1.200.

Por ruido, el triunfo español era por goleada en el centro de Viena. Luego, tocaba intentar trasladar esa superioridad al terreno del Estadio Ernst-Happel. Y así fue. En el partido, la hinchada española fue mucho más ruidosa, animada por supuesto por el buen juego de la selección. La afición se volcó desde el principio y al final obtuvo su justa recompensa.