Opinion

¿Quién pagará la huelga?

Una huelga, en sentido amplio, es una acción emprendida de forma individual, o por un colectivo social, consistente en dejar de hacer alguna actividad, dentro de las funciones del colectivo o individuo, para ejercer una presión social, con vistas a la obtención de un objetivo concreto. Pero en su acepción jurídica, que es la que utilizan la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y la Constitución española, la huelga es reconocida como un derecho fundamental de los trabajadores (derecho de huelga), constitutivo de la libertad sindical, y consiste básicamente en dejar de trabajar con el objetivo de conseguir del empresario o empleador determinadas ventajas laborales o sociales.

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La movilización de pequeños y medianos transportistas que ha desatentado este país durante toda la semana no ha sido, pues, una verdadera huelga en el sentido internacionalmente aceptado por la OIT, por cuanto quienes cesaron en su actividad fueron en realidad los empresarios. Cabe, pues, hablar más propiamente de lock-out o cierre patronal, que no tiene protección constitucional alguna.

En España, se reguló el Derecho de Huelga por primera vez mediante una norma con rango de ley por el Real Decreto Ley 17/1977 de Relaciones de Trabajo ya que durante la época franquista la huelga era sencillamente ilegal. Actualmente, aunque la Constitución española reconoce expresamente la huelga en su art.28.2 como un derecho fundamental, no se ha llevado a cabo su desarrollo mediante ley orgánica (pese a algunos destacados esfuerzos como el frustrado proyecto legislativo de 1992) siendo por tanto de aplicación el mencionado real decreto preconstitucional, si bien debidamente matizado y corregido por el Tribunal Constitucional en su sentencia de 8 de abril de 1981. Por otra parte, esta misma normativa establece que el cierre patronal en concreto sólo puede producirse cuando concurren uno o varios de los elementos siguientes: 1) Existencia de notorio peligro de violencia para las personas o de daños graves para las cosas; 2) Ocupación ilegal del centro de trabajo o de cualquiera de sus dependencias, o peligro cierto de que ésta se produzca; y 3) Si el volumen de la inasistencia o irregularidades del trabajo impiden gravemente el proceso normal de producción.

Así las cosas, es evidente -y conviene decirlo alto y claro- que las movilizaciones de los transportistas, que no sólo cesaron en su actividad sino que, mediante piquetes, colapsaron vías públicas y generaron molestias, alarmas y desabastecimiento a partir del pasado lunes, fueron sencillamente ilegales. El Gobierno, aunque consciente de ello, se demoró dos días en reaccionar con la debida contundencia, quizás en la confianza de que se conseguiría un acuerdo rápido, pero el miércoles ya fue establecido el dispositivo policial que, en ocasiones de forma bien expeditiva, restituyó el orden. Para entonces, ya se había constatado la obstinación de las asociaciones minoritarias que continuaban reclamando unas tarifas mínimas para el transporte, exigencia descabellada que ni nuestro ordenamiento ni el de la Unión Europea permite otorgar.

La gran pregunta retórica es ahora quién paga la enorme factura de la huelga. Empresas de electrónica, automoción, alimentación etc. han presentado expedientes temporales de regulación de empleo por haber tenido que interrumpir su actividad. Y hay muchos otros daños, seguramente imposibles de evaluar, que nos han perjudicado a casi todos. La falta de una normativa clara hará evidentemente imposible que los promotores de estos disturbios -no cabe calificarlos de otro modo- asuman plenamente su responsabilidad.

Como se ha dicho, el derecho de huelga se apoya apenas en un viejo decreto ley matizado por la jurisprudencia. Y este vacío jurídico tiene una causa bien concreta: los grandes sindicatos se han opuesto sistemáticamente a la promulgación de una nueva ley de Huelga porque suponían que la norma sería aprovechada para recortar este instrumento de presión, que fue una conquista histórica de la clase trabajadora y tiene por ello una carga emocional relevante.