El verbo en la bodega

China y Taiwán: unidas a compás de bulerías

Los cursillistas lucen la cara más cosmopolita del Festival y convierten la tertulia en una fiesta

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Más de 900 alumnos procedentes de 34 países. El aspecto formativo del Festival continúa fortaleciéndose edición tras edición. Si hace unos años eran muchos los aficionados que venían prioritariamente a presenciar los espectáculos y, de paso, aprovechaban para perfeccionar su técnica, ahora ocurre justo al revés: finlandeses, ingleses, franceses y japoneses quieren aprender de la mano de figuras como Matilde Coral, Angelita Gómez o Javier Latorre y, ya puestos, pasan por el Villamarta o la Sala Compañía. El maridaje perfecto entre ciencia y ocio. Teoría y práctica, inteligentemente equilibradas.

La entrega de diplomas en Los Apóstoles se convirtió ayer en un ejemplo llamativo de mestizaje y entendimiento intercultural. Con la copita de oloroso en la mano, alemanes, franceses y americanos charlaban animadamente con polacos, taiwaneses y chinos. El flamenco es la excusa perfecta para tender puentes y estrechar lazos, porque, como perfecto lenguaje emocional, tiene sus propios códigos, capaces de retar la eficacia de cualquier frontera.

Como paradigma de un mundo globalizado, los cursos no tienen precio. Desde que Europa del Este se subió al carro del desarrollo, los alumnos de Estonia, República Checa, Hungría, Polonia, Rusia y Eslovaquia se han sumado progresivamente a finlandeses, noruegos, suecos y otros adalides de la vieja Europa, que eran los únicos que podían permitirse estos dispendios.

Dos de los países que más han aumentado su presencia en el Festival, según la organización, son China y Taiwán, algo impensable en las primeras ediciones y que pone de manifiesto la extensión de la fiebre flamenca por Oriente, gracias a la labor precursora de los nipones.

Es curioso que Taiwán aporte un 5,2% de los cursillistas, mientras que los españoles no llegan al 8%. El diagnóstico, entre bambalinas, sigue siendo el mismo: nuestra vanidad endógena nos impide, en muchas ocasiones, entender que en 17 horas de clases magistrales igual puede instruirse un australiano que un madrileño. Porque el arte, como dijo Latorre, no se enseña ni se aprende: se transmite.