MAR ADENTRO

Ceuta, provincia sentimental

Cádiz sigue teniendo, al otro lado del mar, una importante tajada de su guía telefónica. Y la diócesis gaditana, como el corazón partío de Alejandro Sanz, el ecuador de su obispado. Ceuta formó parte de esta provincia cuando, bajo el franquismo estúpidamente centralista, las comunidades autónomas eran regiones y los padres de las diferentes patrias unos rojos de aúpa o unos cretinos integrales como aún sigue llamando el eurodiputado del PP Aleix Vidal-Quadras a Blas Infante.

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Hoy, bajo una democracia a veces estúpidamente descrentralizadora, la Perla del Mediterráneo -que esa fue durante mucho la marca turística ceutí¯nos parece tan remota como los fiordos noruegos.

Cuando las manzanas olían y el tiempo cotidiano no sentía tanta prisa, Cádiz solía viajar regularmente a esa ciudad autónoma para comprar quesos de bola y paraguas: paraguayos llamaban los ceutíes a los peninsulares, cuando estos no habían descubierto todavía los radiocassettes que luego vendieron a barullo los bazares hindúes y la clientela se conformaba con tabaco americano de decomiso.

Era una época en la que aún no existían los teléfonos móviles, ni los iPods, ni las pantallas de plasma. Incluso Gibraltar estaba cerrado a cal y canto y el comercio caballa -he ahí otro de sus gentilicios pesqueros que tanto apreciaba Fernando Quiñones en La Gamba Alegre de La Caleta- hacía el agosto en cualquier mes del año.

Los Reyes de España acaban de viajar a dicha ciudad y a Melilla, presidiendo en helicóptero el impasible desfile del levante, esa artillería aérea con la que las ciudades del Estrecho se defienden de Hércules y de otros semidioses mitológicos, siempre empeñados en unirles o en separarles como un traje a medida, a la conveniencia de la política de turno.

No sabría decirles si Ceuta es portuguesa, española o marroquí, pero les juro que era un ángel fieramente humano cuando en el barrio de El Príncipe olía a fogata y a humildes hariras con las que combatir el mordisco de la marginación y de la miseria; porque allí entonces no había mansiones de narcos con fieras de la selva en sus jardines, imitando a Jesulín de Ubrique o a los clanes de la droga de Barbate.

Algo nos une más allá del Parque del Mediterráneo, de la hermosa Gran Vía, de la música de Ramón Tarrío en donde suenan los versos mojados de Abderrahman El Fathi, de las viejas murallas y del restaurante Oasis donde Ramón Pouso seguirá contando que viajó desde Egipto hasta allí con sólo doce pesetas.

Es cierto que la memoria histórica continúa siendo un negro católico en el comedor de la Catedral, los bonetes del sábado en la sinagoga, los brazos de Siva en el flamante templo hindú de estilo Neo-Védico moderno o una placa en el frontispicio de la mezquita de Benzú, que recuerda en vano que Franco prometió las mejores flores a los marroquíes que le acompañaron en su masacre civil.

No hace falta que los Reyes hayan viajado a esa ciudad ni que los rabitos de pasas nos recuerden que el presidente Manuel Chaves nació en ella, para que los gaditanos que la conocen persistan en considerarla parte de la familia. Una pariente ultramarina que nos manda, con sus luces y sombras desde luego, ese raro regalo que es la convivencia.