MEMORIAS DE LA FRONTERA

Periodismo y literatura en casa del tío Pepe

Hay un periodismo oficialmente literario, de Azorín y Pemán en la tercera de Abc. Y una literatura supuestamente periodística, cuando tan sólo consigue sorprender a sus lectores por su superficialidad y falta de estilo. Pero, ¿dónde colocamos a Mark Twain y a Jack London, a Joseph Conrad y a Papa Hemingway? Eso se preguntan los participantes en el congreso sobre literatura y periodismo que esta semana celebra en Jerez la Fundación José Manuel Caballero Bonald.

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Herodoto y Julio César se limitaban a escribir partes militares, pero esa agencia de corresponsales de guerra denominada Homero, hubiera contratado sin duda las crónicas de viajes de Javier Martínez Reverte o las de su primo Arturo. La literatura supone una determinada actitud ante la vida y el periodismo, otra bien distinta aunque a veces resulten complementarias. Sin embargo, no hay que olvidar que el mejor periodismo es literatura y no siempre la mala literatura es periodismo.

Aquellos individuos multimedia que a la vez ejercen el periodismo, la narrativa o la poesía se pueden permitir el lujo de elegir entre qué asunto merece un soneto o cuál un reportaje. Otra cosa distinta es el salario que perciban por uno o por otro cometido.

La mejor crónica de Antonio Burgos son dos novelas, Las cabañuelas de agosto y Las lágrimas de San Pedro, sobre aquel curioso drama que fue la guerra civil española, con el kilómetro cero centrado en una Sevilla de negros de porcelana y notarios andalucistas, presos en los cines y carne de paredón. ¿Cuántas noticias desfilan por la obra poética de Allen Ginsberg o de Gregory Corso y otros autores de la llamada generación beatnik norteamericana?. ¿O cuánta literatura, y de la buena, hay en las gacetillas de ese sublime poeta boxeador llamado Manuel Alcántara?. En la literatura, como tradicionalmente se entiende, la noticia es el remanso. En el periodismo, como caricaturescamente se dibuja a menudo, el argumento es el alud. La casa de reposo de La montaña mágica frente a la descripción de una niña rociada con napalm durante la guerra de Vietnam por la aviación norteamericana. No tanto, no tanto: ¿no es acaso una pavorosa página de sucesos aquel relato que nos regaló Victor Hugo sobre el saqueo de los campos de batalla a medida que avanzaban los ejércitos de Napoleón? ¿Qué tiene de sosiego la oleada de crímenes que recorre las ilustres páginas de La Biblia, esa hermosa novela sobre el horror al vacío que padece el ser humano? Fernando Quiñones, que fue un estupendo periodista entre castizo y yuxtapuesto, aborrecía del periodismo, no por sí sino por lo que suponía de quema gratuita de neuronas, de perdida de tiempo literario, de humilde tarea doméstica frente al güisqui solo de la poesía, el güisqui con hielo del relato y el güisqui con hielo y agua de la novela. Muchos le oímos declamar la frase que se atribuye a Manuel Delibes: «Hay que acabar con el periodismo antes de que el periodismo acabe con uno».

No es baladí que esta cuestión sea debatida en la casa virtual de tío Pepe, periodista también. José Manuel Caballero Bonald ha hecho de sus mágicas memorias un reportaje que no tiene necesariamente por qué ser veraz. Como el resto de las ficciones pero, muy a menudo también, de las noticias.