LA GLORIETA

Despedida digna

Toda despedida lleva implícita la tentación de caer en la indignidad. Hay un momento, en la vida de todo despedido (por su novia, por su jefe, por sus amigos) en que mira a ambos lados y piensa por un segundo tirarse a los pies del despedidor y rogarle clemencia. Si se supera ese trance y se logra poner la autoestima a buen recaudo, habrá superado usted una prueba vital. A J. F. le sucedió que un buen día, la empresa en la que trabajaba fue absorbida (o mejor habría que decir succionada) por otra y él intuyó que sobraba. Nadie se lo dijo pero él lo sintió en el run-run incómodo del aire acondicionado, cuando en una reunión hizo una pregunta y se produjo un silencio. J. F., al que su familia había proporcionado una educación bostoniana, pidió disculpas y cogió el teléfono.

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-Un taxi a la calle Amor Brujo.

Después se levantó y pronunció un escueto pero audible «que tengan un buen día».

Quisiera decir que hizo un leve saludo con la cabeza, pero no. Se había educado en Boston, no en la universidad de Nagoya.

Fue una salida de lo más honrosa. No hubo lágrimas, ni ruegos, ni preguntas. Ni amenazas, ni correos correosos rebosantes de frases de telenovela.

Ni un «te deseo toda la suerte del mundo» con el que una despide en plan altivo a quien le acaba de dejar por otra, cuando en realidad lo que quisieras es que resbalara con una deposición canina y se partiera desde los incisivos hasta los premolares.

Suavemente, discretamente, sin hacer ruido. Así es como uno debe de irse, de la vida de alguien o de la vida a secas. Lo otro son ganas de perder el tiempo. La tentación, digo, es muy fuerte.