DESPEDIDA. Jesulín de Ubrique deja caer, tras besarlo, un puñado de albero de la plaza de toros de Zaragoza. / EFE
ZARAGOZA

Se despide Jesulín de Ubrique con una gota de solemne tristeza

Contenida pero visible emoción la del diestro al brindar a su apoderado y a su cuadrilla los dos toros de lote. Adiós sincero.

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Veinte años se cumplieron el pasado agosto de su debut con traje de luces. En El Bosque, Cádiz. Larga, intensa, batida carrera. Con dos paréntesis. Uno primero de dos temporadas en retiro voluntario: el 99 y el 2000. Después de una notable reaparición en 2001, otro vacío de curso entero, el año 2002, provocado por un grave accidente de tráfico que dejó secuelas indelebles. Desde su reaparición del 2003 hasta este adiós de Zaragoza, Jesulín ha sido otro torero. Físicamente frágil. O vulnerable. De vocación desmedida. Porque ha estado toreando estos últimos cinco años con la espada de Damocles. No la que se lleva en la mano para despachar toros de lidia. Sino la que pende sobre la cabeza como fatal amenaza. Una simple voltereta podía dejar al torero de Ubrique en una silla de ruedas. Y eso lo sabía él.

Y lo sabe: esta corrida de despedida será última de carrera en España. Después de un manojito de despedidas por plazas americanas vendrá el adiós. No ha habido apenas toreros que no sintieran al marcharse la invasión de la melancolía. Aunque contuvo como pudo los sentimientos, Jesulín estaba ayer visiblemente afectado. Ni una broma. En este último reparto, se llevó dos toros del hierro del Marqués. De Domecq, naturalmente. Bondadoso y codicioso un cinqueño primero gigantesco: 646 kilos de tablilla. Ninguna sospecha. Un toro de fácil trantrán, pero que no descolgó. Ni se rebeló ni molestó. Derribó en la primera vara y le echó al picador Eugenio García encima la mole de un célebre caballo pío de la cuadra de Fontecha. Lo llaman Apache. Parece de cine del Oeste o de anuncio.

El cuarto de corrida fue mucho menos voluminoso, pero más ofensivo. Rizado cuello musculado. Muy astifino, abierto de cuerna, engatillado de pitones. Carita de búfalo. Escarbador, más al trote que al galope, un punto distraído o deslumbrado, de salirse suelto pero de dejarse bien. Por la mano izquierda. Con el primero, bien limado en lances de recibo, Jesulín anduvo más seguro que confiado. Facilón. Recursos de torero de vuelta. Cuando el toro empezó a pararse, cites con pisotón. Si apretaba el viaje, una ligera rectificación. Bien armada y pensada, no fue faena de copla canastera, pero sí de torero listo. O técnico. Le fue comiendo espacios al toro hasta dejarlo casi encerrado. Hubo unos cuantos muletazos enganchaditos. Raro en Jesulín, dueño de siempre de una especie de imán prendido de los flecos. Una estocada contraria y un descabello. Un aviso que llegó antes de tiempo.

Cierto descuido

Al cuarto lo dejó lidiar con cierto descuido, y eso fue también cosa rara en él y en su cuadrilla, pero, luego, se animó mucho, le buscó al toro las vueltas, le cambió terrenos y le hilvanó por las dos manos muletazos templaditos, compuesta la figura, sueltos los brazos. Un final popular por espaldinas en cadena, cuando ya estaba el toro para el tinte. Media trasera bastó. Media lagartijera: perdiendo un paso en el embroque. Hubo petición menor de oreja.

La solemnidad no estuvo por tanto en dos faenas casi de las de diario. Sino en la sensibilidad de Jesulín a la hora de marcharse. El brindis del primero de corrida al único apoderado que de verdad creyó en él: Pepe Luis Segura, que lo rescató del olvido en su salida de 2001. Fue brindis improvisado. Segura, tan de vuelta de tanto, no pudo contener el llanto al recoger la montera. El cuarto se lo brindó Jesulín a su cuadrilla. Una escena clásica de Zaragoza y en feria. Pero es que era el último brindis. Antonio Caba, Carmelo, Sergio Ríos, Manolo Cid hijo y Eugenio García, y otra vez Pepe Luis Segura, y Manolo Mayán, su mozo de espadas, y un ayuda que se llama Manuel Ordóñez y tiene, por tanto, nombre de torero.

El calor con que se despidió Jesús de cada uno no fue de trámite, sino todo lo contrario. Caba y Carmelo, o Carmelo y Caba, fieles en los años grandes de Jesulín, se cortaron la coleta a la vez. Después de meterse Jesulín entre barreras ya arrastrado el cuarto. Antes de eso, cumplió con el rito de irse hasta el platillo, tomar un puñado de arena y besarlo. El Cid, por lo demás, tuvo el detalle gentil de brindarle a Jesulín concisa y cariñosamente la muerte del segundo toro.

El Cid hizo las cosas más destacadas: apostar enseguida por los dos toros suyos, un sobrero marqués de monumental volumen pero espíritu suave, noble bonanza, sonecito; y un quinto alegre pero una pizca desmadejado al atacar, y con un pitón izquierdo bueno. Manejó con autoridad El Cid los dos toros . Sin despacharse del todo a gusto con ninguno de los dos. Pero a su antojo. Sin meterse a fondo. A los dos los mató de estocadas de mérito pero defectuosas. El primero de lote de César Jiménez, buenecito, se vació en una larga primera vara de bravo y lo pagó después. El otro, descarado, cornialto y abierto, sesgado de salida, se acabó dejando mucho. Con los dos estuvo César tesonero, pero al hilo del pitón, como en fuera de juego, en rígida postura, sin terminar de acompasarse.