Los globos de luz instalados este fin de semana en el trazado del antiguo muro de Berlín (en la foto, junto al Reichstagen)
Los globos de luz instalados este fin de semana en el trazado del antiguo muro de Berlín (en la foto, junto al Reichstagen) - EFE/Bernd Von Jutrczenka

Tres días de noviembre en Berlín

ABC Viajar recorre la capital alemana en el 25 aniversario de la caída del Muro

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Es hora de abreviar. El cielo gris, un último capuchino, esta vez en el café Romanisches, el del rutilante hotel Astoria, y sin darme cuenta vuelvo a Moscú, a Leningrado y a Kiev, y a un largo viaje en tren por el túnel del tiempo entre la entonces capital de la Unión Soviética, Polonia, la República Democrática Alemana y el muro. Nada queda de todo eso, nada queda de lo que vamos siendo, salvo escombros, más o menos clasificados.

Quería que este fuera un auténtico diario, que cada noche quedara reflejada la huella del día de una ciudad a la que regresaba después de una ausencia de más de 25 años. Pero no lo logré.

Cuando hace más de 30 años empecé un diario íntimo, a menudo hacía trampas.

Cuando me vencía el cansancio, al día siguiente ponía la fecha del día anterior. Hasta que me convencí de que el autoengaño resulta pueril. Por eso, antes de emprender el retorno a casa, antes de dejar atrás la habitación 204 del hotel Linder, en el número 24 de la mítica (sobre todo en los años veinte, cuando los cafés rebosaban de política, literatura, deseos y promesas, y en las farmacias se vendía cocaína de primera calidad) Kürfurstendamm, hago un inventario como si fuera un examen de conciencia para que el polvo no cubra del todo la memoria.

El agotamiento me cogió por asalto en la prisión de la Stasi. La visita fue exhaustiva. En los muros y en los suelos se respiraba, pese a los 25 años transcurridos desde los últimos horrores y las últimas miserias morales, el sufrimiento, el dolor, la crueldad, la mediocre espátula de los servidores de un poder inicuo disfrazado de retórica humanista. Realismo socialista a cucharadas de eficacia policial. La vida de los otros no es más que un aperitivo de toda la degradación que los alumnos aventajados de la URSS aplicaron, con toda su ciencia y su burocracia al servicio del mal, aquí.

Salimos devastados. Pese a todo logré llegar a mi cita con el filósofo que, con la propia ciudad de Berlín y el 25º aniversario de la destrucción del muro, era el imán que habían urdido este viaje, gentileza de la Oficina Alemana de Turismo. He hecho muchas entrevistas, pero pocas tan extrañas. Nos dejó exhaustos a la intérprete y a mí. Nacido en Corea del Sur, Byung-Chul Han, autor de libros como La sociedad cansada o Psicopolítica, es uno de lo más agudos analistas de los males de nuestra época, pero no es fácil captar su atención, sumido en una contradicción acaso irresoluble: querer ser un pensador puro, no sometido a las leyes del mercado, y al mismo tiempo querer influir, ser leído, reconocido.

El domingo era el día de autos. ¿Qué mejor manera de empezar a recordar que visitar El búnker, donde la colección Boros tiene su sede? Antiguo fortín de la Segunda Guerra Mundial, atesora huellas de impactos en la fachada. Tras una época como templo pagano de la música techno, el millonario Christian Boros y su esposa Karen lo convirtieron en su residencia (para llevar el ascensor al rutilante ático hubo que perforar el techo de hormigón armado y hierro, una masa compacta de casi dos metros. Fueron dos meses de lucha contra la espesura) y en sala de exposiciones de una pléyade de artistas en los que a menudo encontramos una fina manera de entender el mundo y de reírse de él.

Se hace pronto de noche en Berlín ahora en invierno. Como dice mi amiga MXLZ, que desde hace 23 años ha hecho de esta ciudad su casa y su vida, donde no le importaría acabar sus días, lo específico de Berlín, lo inocultable, es su geografía, su historia, el peso del pasado y su capacidad de sobreponerse. Ella, que trabaja atendiendo a gente que puede valerse por sí misma, encuentra en el invierno un territorio incomparable para la lectura y la reflexión. No es de extrañar que, como a mí, le atraiga poderosamente el mundo ruso.

A las seis ya es noche cerrada. El domingo había penachos de niebla sobre las copas del Tiergarten y en torno a la torre que servía de brújula para la vida de la ciudad dividida, y para situar Alexanderplatz, de donde arranca -todavía: forma parte de la memoria berlinesa- la Avenida de Carlos Marx. La antena de televisión y su restaurante giratorio. Entonces lo visité. No he vuelto a los santos lugares. No quedan muchos. Casi nada del Tercer Reich. Debería volver a Alfred Döblin.

Desde las escalinatas que unen el Reichstag y la curva del río Spree seguí el aniversario. La idea parecía amable, demasiado amable: una hilera de globos blancos reseguía el muro que separa el Este del Oeste. La idea era soltarlos en la noche berlinesa para recordar tal vez que todas las fronteras deberían disolverse en el aire, no en vano son fruto de la guerra, el odio, la xenofobia, el miedo, la vanidad, la historia, lo que somos. Resultaba también una suerte de traducción extremadamente contemporánea, liviana, festiva, llena de aire, del pasado. Para colmo, la ejecución no funcionó según lo previsto. Le faltó armonía, pese a los acordes de fondo de la Novena de y su Himno a la alegría (un recurso, el de Beethoven, demasiado socorrido). Muchos globos nunca se desprendieron de su pértiga, otros se enredaron en las ramas. La gente, que abarrotaba las orillas del Spree, lo tomó como una fiesta infantil. Muy poca, verdadera emoción.

A Berlín hay que venir a vivir, pero también a recordar. La ciudad tiene algo neoyorquino, pero con mucha más historia y espanto detrás. Aquí se ha sufrido mucho, se ha luchado mucho. Hay capas de palabras, de imágenes, de recuerdos que han hecho masa con el ladrillo y el acero. La música de Berlín es la de Europa. Nunca deberíamos dormirnos del todo.

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