Manuel, con los expedicionarios, durante la fase de cocción de la resina
Manuel, con los expedicionarios, durante la fase de cocción de la resina - Ángel Colina

Tradición chiclera en Tres Garantías

Los expedicionarios conocen de primera mano el proceso de extracción de la resina con la que se fabrica la goma de mascar

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Manuel Pech viste gorra negra Nike, polo Lacoste amarillo con rayas negras y un pantalón negro metido dentro de unas botas de agua gris oscuro. Colgada del hombro izquierdo lleva una bolsa con una cuerda. En la cintura, una funda con dos machetes.

Su padre le enseñó a trabajar el chicle en 1985, a los 13 años, siguiendo una tradición familiar (sus dos hermanos también se dedican a esto) que se remonta a su bisabuelo y que podría acabarse con él, ya que sus dos hijos están estudiando.

Manuel es uno de los cerca de 15 trabajadores del Consorcio Chiclero Tres Garantías, comunidad en la que la Ruta BBVA ( @RutaBBVA) ha instalado su campamento. Hoy, él y varios de sus compañeros muestran a los expedicionarios una de las tradiciones locales que Miguel de la Quadra-Salcedo tenía más empeño en que conocieran: cómo se obtiene la resina del chicozapote (un árbol que puede llegar a medir más de 40 metros) con la se fabrica el chicle «Chicza», de elaboración orgánica y extraído según la tradición maya.

En la época prehispánica, este látex se usaba en ceremonias, para limpiar la dentadura, para producir saliva o mitigar la sed. Thomas Adams, un intérprete del general Antonio López de Santa Anna, lo introdujo en el mundo contemporáneo tras observar cómo los soldados masticaban esa sustancia, elástica e insípida. Adams le puso azúcar y saborizantes artificiales y hacia 1860 fundó la Casa Adams, con la que comenzó su industrialización. Durante la Primera Guerra Mundial, las tropas estadounidenses la usaban, entre otras cosas, para calmar los nervios y como sustituto del tabaco.

Actualmente, la única parte del mundo en la que se produce chicle natural, conocido antiguamente como el «oro blanco», se denomina Gran Petén y se corresponde con Guatemala, Belice y el sureste de México.

El consorcio de comercio justo al que pertenece Manuel cuenta con 30 trabajadores y 2.000 socios, que provienen de las 46 cooperativas de Quintana Roo y Campeche que lo componen. Unas 10.000 personas que dependen de su producción.

Tras 31 años de profesión, a Manuel aún le parece bonito su trabajo. Se dedica a ello en la época de lluvias, de agosto a enero. Durante la temporada seca, él y sus compañeros se dedican a la madera y la agricultura.

Cuando encuentra un chicozapote que le gusta, Manuel despeja la zona con el machete, quitando la vegetación que le pueda molestar durante la media hora, aproximadamente, que estará allí. Puede «picar» (así lo llama) unos siete u ocho al día, de los que saca entre cinco y siete kilos, que vende a 70 pesos el kilo (poco más de tres euros).

A continuación, quita un trozo de corteza de la parte más baja del árbol para dejar a la vista un interior de color rosado. Por encima de éste hace dos cortes en diagonal, uno a cada lado, que convergen en el primero. Poco después, un líquido de color blanquecino comienza a fluir por las hendiduras: la resina. Manuel coloca entonces una bolsa de tela en la parte baja del árbol que puede almacenar hasta tres kilos. Mañana temprano, a las siete, cuando esté llena, la recogerá un compañero.

Sigue haciendo cortes a uno y otro lado, creando más canales, hasta que el brazo ya no le alcanza más alto. Entonces, se mete unas almohadillas hechas de tela de saco dentro de las botas de agua a modo de espinilleras. También se coloca en los pies una estructura de hierro en forma de «u» con un pincho en el lateral. Saca la cuerda de su bolsa, la pasa por el tronco y por detrás de su cintura y empieza a subir.

Trabaja el árbol hasta llegar a los seis o siete metros de altura. Ésta es la parte más arriesgada. Un error, un corte accidental de la cuerda con el machete, puede tener consecuencias muy graves. Él ha tenido suerte hasta ahora. En una ocasión, se cayó desde ocho metros y sólo se rompió las costillas y una mano. Otros compañeros no tuvieron tanta. Algunos murieron o se quedaron paralíticos. Las picaduras de serpiente (barba amarilla, cascabel, etc.) y los cortes que se hacen ellos a veces también son problemáticos.

Manuel trabaja sólo una cara del árbol. Hasta que no se cierren las heridas, algo que puede tardar unos 10 años, no podrá volver a él, pero eso no supone un problema ya que en esta selva hay entre 30 y 40 chicozapotes por hectárea. Cuando termina los cortes, devuelve el machete a su funda y desciende por el tronco con rapidez.

Algunos chicos imitan a los chicleros y ascienden con mayor o menor destreza por el tronco. Sin machete, claro. De vuelta en el campamento, Manuel y sus compañeros les muestran cómo se trata la resina. Tras colarla bien para eliminar restos de corteza y demás impurezas, la ponen al fuego en una paila, una olla bien grande de la que, cuando está llena, se pueden sacar unos 40 kilos.

Durante el cocinado, la savia va perdiendo humedad, hasta llegar al 23%, y adquiriendo color café. Cuando alcanza el punto de ebullición, Manuel la remueve con un palo. Si deja de hacerlo puede desbordarse, como la leche cuando hierve demasiado. Este proceso puede durar entre cuatro y cuatro horas y media, aunque hoy, con la paila sin mediar, tarda bastante menos. Manuel se turna con un compañero para revolver. Y con los ruteros, que ponen su grano de arena.

Cuando parece que la resina está cocida, meten un poco en agua. Si el chicle mancha, es que aún no está bien hecho. Si lo está, quitan la paila del fuego y levantan varias veces la masa para que se enfríe y coja textura. Después, se enjabonan las manos, hacen una bola con el látex y la vuelcan en el marquetero, un molde con forma de ladrillo con tamaño para una pastilla de 10 kilos.

Parte de esa resina se exporta a Japón, que la usa para producir sus propios chicles. Otra se traslada a la fábrica de Chetumal, donde se transforma en la pasta base de la goma de mascar. El 40% de ella se mezcla entonces con esencias de los distintos sabores que elaboran: menta, limón, canela, moras y hierbabuena. Una vez terminado el producto, el chicle “Chicza”, se empaqueta en envases de 15 y 30 gramos y se exporta a 26 países, como Israel, Rusia, Canadá, Estados Unidos, Emiratos Árabes, además de todos los europeos.

Tras una mañana intensa trabajando el chicle, los expedicionarios aprovechan para probar el producto, así como las galletas, las horchatas y los tes de ramón, otro árbol que se explota en la zona.

Ver los comentarios