Viñeta de «Los vagabundos de la chatarra», de Jorge Carrión y Sagar
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Svetlana Alexiévich y la fuerza de la tradición periodística eslava

Si bien el paso del tiempo ha deteriorado las relaciones con sus maestros (caso de Domoslawski con Kapuscinski), figuras como Wilk y Tuszynska, o Jagielski, Tochman y Szczygiel confirman la excelente salud del reportaje polaco

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La concesión del Premio Nobel de Literatura a la extraordinaria reportera bielorrusa Svetlana Alexándrovna Alexiévich ha sorprendido en España, pero no en otros países como Alemania, Italia o Francia, donde era ya sobradamente conocida. Más allá del innegable carácter político del premio (recordemos que Svetlana Alexiévich, nacida en Ucrania y criada en un país tan hermético como Bielorrusia, ha dedicado su vida a analizar la descomposición de la Unión Soviética), la Academia sueca lleva años queriendo prestigiar a ese género fronterizo y vibrante que es el periodismo literario.

El galardón, pues, supone una reivindicación del periodismo de gran formato, cuyo valor artístico es equiparable al de la literatura. Pero también subyace una pregunta inquietante: ¿sigue vigente el reportaje literario en la era digital, hiperglobalizada y donde con frecuencia una noticia la componen los 140 caracteres de Twitter? ¿O es más necesario que nunca, precisamente por eso?

Lejano antepasado

Actualmente podemos escuchar las tertulias televisivas y radiofónicas o bucear en internet por la prensa internacional, y seguir muy confusos respecto a la guerra en Siria, por ejemplo. A pesar del desarrollo de las telecomunicaciones, la experiencia y el contacto directo son las armas insustituibles del reportero. Con-viene recordarlo en un momento en que los grandes grupos mediáticos ahorran en corresponsales. Parece que no hay nada más objetivo que los datos, y sin embargo, en nuestro país vemos cómo estos pueden servir para demostrar que hemos superado la crisis o que seguimos inmersos en ella. Según la ideología, las estadísticas nos dirán una cosa u otra.

Existen diversas teorías sobre los orígenes del reportaje. Un grande del oficio como el polaco Melchior Wankowicz (1892-1974) decía en su gran ensayo «La frasca de La Fontaine» (1972), inédito en castellano: «Escritores, tened respeto al lejano antepasado del que nacisteis. Porque el reportaje es tan antiguo como el habla humana. Nació ya cuando el primer troglodita trajo consigo la noticia de que había unos mamuts pastando en los calveros».

La ficción era considerada vestigio burgués, y el reportaje, género del proletariado

No en vano la tradición periodística eslava tiene un gran peso en el nacimiento del reportaje moderno. En sus orígenes, fenómenos específicos como la «intelligentsia» o la tradición del «boceto» u «ócherk» ruso, que llevó a Antón P. Chéjov a documentar escrupulosamente la vida en un penal zarista en « La isla de Sajalín», publicado en España por la editorial Alba.

De hecho, los teóricos del periodismo coinciden en que el catalizador del reportaje moderno fue la Revolución de Octubre. Por la repercusión internacional de aquellos « Diez días que estremecieron al mundo», en palabras de John Reed, y por la pujanza de las vanguardias rusas. Así, en la década de los veinte los sóviets se estabilizaron, pero sin cercenar aún el talento de esa generación inquieta de futuristas y constructivistas que quería cambiar la arquitectura, el cine, la pintura, la escultura… y también el periodismo.

Pensemos en las revistas «LEF» y «Nueva LEF», capitaneadas por Vladímir Mayakovski, en las que escribían Ósip Brik, Aleksander Ródchenko, Dziga Vértov -artífice del cine-ojo- o Serguéi M. Einsenstein. Su influencia aumentó por la curiosidad que inspiraba internacionalmente la recién nacida Unión Soviética. En palabras del reportero polaco Krzysztof Kakolewski, «junto con su misión de eliminar la prosa de ficción como un vestigio burgués, introdujo el reportaje, lanzado como el género del proletariado, y a un nuevo héroe -el hombre corriente-, una persona que a menudo era elegida al azar».

No obstante, las purgas estalinistas eliminaron, condenaron al exilio o silenciaron a una generación irrepetible, predecesora de Iliá Ehrenburg, Mijaíl Koltsov o Vasili Grossman.

Todo lo contrario sucede en el país vecino, Polonia. Situado estratégicamente entre el Grupo LEF y la Nueva Objetividad alemana, allí la literatura documental inicia un despegue imparable en el período de entreguerras. Son los años de Marian Brandys, Arkady Fiedler, el ya mencionado Wankowicz y Ksawery Pruszynski (que dejó un magnífico retrato de la Guerra Civil como es «En la España roja», publicado por Alba.

Literatura documental

En paralelo, se difunden los trabajos de dos padres de la antropología, como los polacos Bronisław Malinowski y Ferdynand Antoni Ossendowski, mientras un reportero de raza como Kazimierz Nowak escribe un libro que dejó huella, «A pie y en bicicleta por el Continente negro».

Ni siquiera los horrores de la Segunda Guerra Mundial podrán acallar la valiente literatura documental polaca. Desde la Varsovia ocupada escribe el historiador Emmanuel Ringelblum, Arkady Fiedler nos lega su «Escuadrón 303» (1942) o el mencionado Wankowicz documenta la batalla de «Monte Cassino» (1945). Y dos figuras clave en las relaciones hispano-polacas como Casimiro Granzow de la Cerda y Sofía Casanova (que escribió para ABC y entrevistó a León Trotsky) intentan infructuosamente transmitir en España la magnitud de la tragedia.

Tímido «deshielo»

Al terminar la guerra Zofia Nałkowska escribe sus «Medallones» (editorial Minúscula), uno de los relatos más impactantes del siglo XX. Poco después Tadeusz Borowski remueve su propia tragedia en «Nuestro hogar es Auschwitz». Una catarsis que en el cine polaco hacen Wanda Jakubowska («La última etapa», 1947) y Andrzej Munk («La pasajera», 1963).

Ese arte despojado y humanista inquieta a los líderes de la Polonia comunista. Se persigue entonces a los jóvenes intelectuales polacos más independientes como Marek Hłasko y Agnieszka Osiecka, agrupados en un semanario único que acabó secuestrado, «Po prostu».

Los despidos y renuncias conllevan un baile de periodistas -entre ellos el joven Ryszard Kapuscinski- que acaban «infiltrándose» en las publicaciones gubernamentales. Surge así a finales de los cincuenta la Escuela Polaca del Reportaje. Su discurso alegórico, muy visual y sutilmente heterodoxo, cambió el contenido de la prensa. Este tímido «deshielo» político propició el auge de numerosas disciplinas artísticas o escuelas (la Escuela Polaca de Cine, con Andrzej Wajda y el joven Roman Polanski; la Escuela Polaca de Composición, con Krzysztof Penderecki, y Wojciech Kilar; la Escuela Polaca del Cartel, con Tomaszewski…). Paradójicamente, los artistas críticos con el régimen representaban internacionalmente a la Polonia Popular, atrayendo prestigio y burlando la censura.

En el caso del periodismo, bastaba con estudiar los mecanismos del poder autocrático en algún país lejano -«El Emperador» (1978), y «El Sha» (1982), de Ryszard Kapuscinski, publicados en Anagrama-, y los paralelismos con la cúpula del Partido eran evidentes. Por su parte, Hanna Krall cuestionaba el sistema a través de los pequeños detalles. Pongamos el ejemplo de su reportaje «Las dificultades para levantarse» (1988), que describe los rigores de una «komunalka» en la que varias familias comparten techo y baño. Krall también tiene el mérito de hablar de un tabú entonces como el Holocausto. Quien quiera saber sobre la resistencia judía o vibrar con un reportaje no puede perderse su obra cumbre, «Ganarle a Dios» (1977). A esa misma generación pertenecen la recién desaparecida Teresa Toranska, el mencionado Kakolewski o la extraordinaria Małgorzata Szejnert.

Formar cantera

Pasan los años y, cuando cae el Muro gracias en buena parte al sindicato Solidaridad, un intelectual disidente como Adam Michnik funda el primer gran periódico independiente, « Gazeta Wyborcza». Michnik, consciente de que necesita buenos corresponsales en su redacción, contrata a tres grandes reporteros (Kapuscinski, Krall y Szejnert) para que formen cantera. Nace entonces la Escuela Polaca Moderna, representada por Wojciech Jagielski, Wojciech Tochman, Jacek Hugo-Bader, Mariusz Szczygieł y Artur Domosławski, todos ellos traducidos al castellano.

A fines de los 50 surge la Escuela Polaca del Reportaje con un discurso visual y heterodoxo

Si bien el paso del tiempo ha deteriorado en ocasiones las relaciones con sus «maestros» (caso de Domosławski con Kapuscinski), la plantilla de «Gazeta Wyborcza» y periodistas como Mariusz Wilk, la añorada Beata Pawlak, Agata Tuszynska, Wojciech Górecki y Jedrzej Morawiecki, no hacen sino confirmar la excelente salud del reportaje polaco.

Un lugar de honor merecen también sus homólogos rusos. Recordemos a Anna Politkóvskaya, asesinada por sus crónicas sobre Chechenia, o a los grandes cronistas del conflicto ucraniano, los fotoperiodistas y opositores rusos autores del Informe Nemtsóv.

En esta estirpe de narradores de la intrahistoria que cultivan un periodismo intencional con aliento literario se inscribe Svetlana Alexiévich. Nosotros los lectores no podemos sino alegrarnos de su éxito, deseando una larga vida al reportaje en general y a la tradición eslava en particular. Aquella que hace suyas las palabras del poeta Adam Mickiewicz: «Mide tus fuerzas por tus intenciones».

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