Recreación de la batalla de Waterloo, de la que este año se cumplen dos siglos
Recreación de la batalla de Waterloo, de la que este año se cumplen dos siglos - abc
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Waterloo como si lo viviéramos

En Waterloo, hace ahora doscientos años, se decidió el destino de Europa y Napoleón quedó sentenciado. Bernard Cornwell recrea la batalla en un ensayo que recupera lo mejor de la Historia Militar y nos transporta hasta la primera línea de fuego

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El final de la rivalidad franco-británica que constituyó el hilo conductor del siglo XVIII se produjo en los campos belgas, en los cuales se libró la batalla de Waterloo el domingo 18 de junio de 1815. Como hecho de guerra que abrió la era posnapoleónica, se convirtió de inmediato en evento mítico, elaborado por las historiografías nacionales de manera muy distinta.

La tradición británica hizo de Waterloo un verdadero Trafalgar terrestre, el arranque definitivo del imperio que duraría hasta 1945. A mayor gloria, por supuesto, de su protagonista principal, el duque de Wellington, jefe del ejército angloaliado, nacido en Dublín en 1769 y llamado a servir el cargo de primer ministro en dos ocasiones, una década después.

La tradición británica hizo de Waterloo un verdadero Trafalgar terrestre

Los franceses, en cambio, supieron disimular una tremenda derrota, el término de un ciclo bélico iniciado en 1792. La dinastía borbónica, restaurada en el trono en la persona de Luis XVIII, sentó un principio de excepcionalidad respecto a la «intrusión» de los Bonaparte, cuyo origen atribuyeron al caos traído por la Revolución Francesa. Aquellos años de gobierno del corso habrían sido una anomalía en la tradición política gala y Waterloo, una última calamidad, vinculada a la supervivencia en el ejército de cuadros bonapartistas, a los que había que purgar en el futuro sin miramientos.

A este respecto, diversas teorías sobre la muerte de Napoleón en Santa Elena se han vinculado a un posible envenenamiento por acción de legitimistas franceses, sin descartar otros muchos interesados en su defunción, con los británicos, según su propia declaración, en lugar destacado. En realidad, cuando falleció en 1821, con el cuerpo saturado de arsénico, se produjo una suerte de alivio universal, porque el recuerdo de su huida de la isla italiana de Elba en 1814 para desempeñar el «gobierno de los cien días», previo a Waterloo, estaba demasiado presente.

La novela de Tolstói

A pesar de que faltaba tiempo para que destacados pensadores, como Tocqueville, mantuvieran que la razón del atraso de Francia respecto a Gran Bretaña en la era inicial del capitalismo industrial radicaba precisamente en el nefasto gobierno y el populismo de la Revolución, Waterloo quedó como un anuncio de que no se podía bajar la guardia, porque el bonapartismo militarista podía resurgir en cualquier momento.

El caso español también es amnésico respecto a Waterloo

Resulta paradójico que en los campos de aquella batalla final decisiva sólo hubiera oficiales y soldados británicos, holandeses, prusianos y de diversos estados alemanes, organizados en cuerpos de ejército. Pero no austríacos, rusos y españoles, cuyo protagonismo en la derrota del tirano se fue desvaneciendo de manera interesada. Ciertamente no estuvieron allí en un sentido organizado, regimental. No llegaron a tiempo o las prioridades fueron otras. Ya se habían batido contra él de todos los modos posibles. No tenían nada que probar. Sin su aportación decisiva, Napoleón podía haber muerto en la cama, del mismo cáncer de estómago, pero ejerciendo la jefatura imperial francesa.

En el excelente volumen Rusia contra Napoleón, el historiador Dominic Lieven explicó que la amnesia selectiva de la historiografía rusa respecto a Waterloo, reelaborada después por la soviética, que fabricó un antecedente forzoso de la invasión hitleriana, se vinculó al éxito de la obra maestra Guerra y paz. La novela de Tolstói, hostil al profesionalismo militar de origen alemán, básico en el ejército ruso de aquel tiempo, terminó en diciembre de 1812. Antes, por tanto, de los triunfos rusos en Europa Central, tumba junto a la Península Ibérica de los ejércitos napoleónicos, y del paseo victorioso del zar Alejandro por París.

Aquel día gris

El caso español también es amnésico respecto a Waterloo y de manera interesada. El mejor ejército de veteranos de la Guerra de Independencia española no estaba en Waterloo. Acababa de llegar a Venezuela al mando del zamorano Pablo Morillo para pacificar un territorio que, como dijo el capitán general Cajigal, incapaz de entender la razón de que estuvieran allí, «ya se había pacificado a sí mismo». Hubo, eso sí, destacadas presencias individuales. En el estado mayor de Wellington estuvo el general Miguel Ricardo de Álava. Prisioneros y simpatizantes de la causa afrancesada se hallaron en el ejército enemigo.

Cornwell sigue el mandato de una Historia Militar puesta al día

Aquel día gris en el escenario embarrado de Waterloo se ha contado de muchos modos, pero la frescura del relato que nos ofrece el novelista histórico Bernard Cornwell, inventor del soldado Sharpe, veterano precisamente de las guerras napoleónicas, resulta extraordinaria. Cornwell sigue el mandato de una Historia Militar puesta al día. Contra lo que algunos mantienen, está entre los mejores subgéneros de la escritura de Historia, si se respetan sus reglas.

Tiene que haber hilo conductor, instantes decisivos, exactitud en la verificación de la maquinaria de guerra (origen y tradiciones, heráldica, reclutamiento, logística) y descripción de los escenarios, «como si el lector estuviera allí». A ello se debe sumar un buen análisis del liderazgo, en consonancia con un sano perspectivismo, pues interesa saber lo que pensó el general y padeció el soldado. El elemento indeterminado debe estar presente, pues para que se puedan extraer lecciones contemporáneas es preciso conocer el «qué hubiera pasado si...»

«¡Sin prisioneros!»

Este estupendo libro cumple con los requisitos. No sólo está bien escrito y traducido, o lleno de imágenes formidables, sino que exhibe el drama de comunidades de soldados en choques a vida o muerte, sin tapujos. El objetivo confesado es hacer una exposición congruente y compleja de lo ocurrido, con atención especial a los tres actos que deciden la batalla.

El primero tuvo lugar cuando Napoleón embistió contra el flanco derecho de Wellington, en un intento de atraer sus reservas de efectivos. Después lanzó un ataque masivo contra su costado izquierdo, pero fracasó. El segundo consistió en el asalto brutal de la temible caballería napoleónica sobre el centro derecha del ejército aliado. En el tercer acto, justo a tiempo, los prusianos de Blücher irrumpieron por el lado izquierdo contra la hasta entonces imbatida guardia imperial francesa, bajo el grito de «¡sin prisioneros!»

Leeke: «Me dediqué a seguir con la vista la trayectoria de las balas»

Entre las virtudes no menores de la obra destaca la finura con la que se vinculan elementos de la tradición militar, bajo un tratamiento novelesco, con fuentes de primera mano. El reverendo William Leeke, licenciado en Cambridge, tenía en Waterloo apenas diecisiete años y fue uno de los portaestandartes del 52º regimiento de infantería. En sus memorias dejó escrito: «La circunstancia de verse obligado a permanecer en pie mientras le cañonean a uno y de no tener otra cosa que hacer, es probablemente lo más desagradable que pueda sucederle a los soldados durante un combate. Muchas veces me dediqué a seguir con la vista la trayectoria de las balas de nuestros propios cañones, que disparaban por encima de nosotros. Resulta mucho más fácil ver una bala de cañón que, viniendo de atrás, te pasa volando por encima de la cabeza, que conseguir divisar una que se dirija hacia ti, aunque esto es algo que ocurre de cuando en cuando». Pudo haber añadido que hay que vivir para contarlo.

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