Gregorio Marañón
Gregorio Marañón
DOMINGOS CON HISTORIA

Marañón: el aprendizaje de la adversidad

En plena contienda, el médico y ensayista reflexionaba sobre ser español y liberal

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

«Mi vida entera es amor a España, servicio de España, sacrificio por España; mi vida, que no son sólo aciertos, sino también profundos errores; pero amasados siempre con el mismo fermento de fervor nacional». Así se dirigía Gregorio Marañón a su audiencia en el acto de homenaje que se le rindió en Montevideo, en marzo de 1937. «Mi amor a España no es simple apego al terruño, sino emoción racial, sentido de responsabilidad común… y fe en el destino de los pueblos que están unidos por el lazo solemne del verbo».

En efecto, iniciada la contienda, abiertas las compuertas de la sangre, abatidos los signos de posible concordia nacional, un hombre con la trayectoria de Marañón había de preguntarse en qué consistía ser español en aquellas horas.

También había de considerar, y con más tiento si cabe, en qué residía la virtud del liberalismo. «El que defiende una idea puede equivocarse. Es el juego de la política. El que es fiel a una conducta, a través de las ideas, podrá ser alabado o perseguido, pero no se equivoca jamás. Está, por ello mismo, obligado a respetar, sea lo que fuera, la conducta de los demás. A esto se le llamó, en los años iluminados del siglo XVIII, ser liberal. Después la humanidad ha llamado liberal a tantas cosas, y a algunas tan repugnantes, que más vale que dejemos para siempre el nombre en la vitrina de un museo arqueológico».

Ese desapego, esa inmensa melancolía respecto a la naturaleza del español liberal, contrastaba con las posiciones defendidas por la Agrupación al Servicio de la República solo seis años atrás. Si consideramos el listado de firmantes de aquel documento, que ha sido comentado en esta larga meditación sobre la idea de España, podremos medir la extensión y hondura de la angustia nacional.

Los hombres que firmaron su entusiasmo español por liberal, y liberal por español, habían sido sometidos a una prueba de la que no salieron indemnes, sino con el evidente fracaso de sus perspectivas de 1931. Que Marañón llegara a saludar, con tanta conciencia de sus palabras, como lo hacía siempre, a quienes iban a ganar la guerra rechazando todo lo que implicaba el liberalismo en cuanto cultura, nos señala este tremendo cautiverio del espíritu o, tal vez, la rendición íntima que aún trataba de vestirse de postrera esperanza.

«No os asusten las ruinas humeantes ni los huesos que se calcinarán al sol, en el verano nuevo. Allí, debajo de todo aquello, que llena de dolor la página de hoy de nuestra historia, late con formidable energía el alma eterna de España. Sin rencor, sin violencia pero sin titubeos, os digo que en España empieza a amanecer».

Las palabras tienen dueño y esta última evocación de la lírica falangista de camisas nuevas y primaveras risueñas no podía casar con el liberalismo que Marañón consideraba ya una pieza de museo. ¿Pensaba el ilustre médico y ensayista que ser liberal era solo una cuestión de buenos modales y cordialidad? ¿Había dejado de creer en la posibilidad de un sistema político organizado como democracia parlamentaria?

Marañón escribió en el París de su primer exilio un duro ensayo, «Comunismo y liberalismo», en el que marcaba los dos polos que delimitaban la lucha y que exigían tomar partido. La acusación de secuaces del estalinismo dirigida contra aquellos que mantuvieran su apoyo a la República tenía el áspero grosor de las injurias. Pero solo podía proceder del amargo licor de las experiencias personales.

Y la vivencia de Marañón en el Madrid revolucionario del verano y el otoño de 1936 había colmado su paciencia y aguante del abuso de los fanáticos y la soberbia de los ignorantes. El hombre que había buscado sin descanso al pueblo español culto, consciente, generoso y lúcido se había topado con la plebe ignorante, envidiosa, vengativa y estúpida.

En el bando contendiente destinado a vencer existían en no menor medida la indolencia antinacional, el egoísmo clasista, la arrogancia del aristócrata ajeno a las virtudes de la nobleza española o el resentimiento iletrado del reaccionario, desprovisto, por completo, de la grandeza del pensamiento tradicional. Hombres de Ateneo y de diálogo fueron vejados, golpeados o asesinados en Granada, en Sevilla o en Valladolid por turbas que sentían tan poco respeto por la idea de una España liberal como la que empujaba la mala sangre de quienes exasperaron a Marañón.

Fe y desesperanza

Estamos ante destinos de hombres, ante la suerte de individuos hechos de carne y hueso, seres asombrados ante la crueldad de la historia y asustados ante la destrucción de lo que era para ellos la civilización: la equivalencia entre la libertad y Occidente, entre la patria y la cultura. Ideas y sentimientos con los que habían emprendido su labor de propagandistas de una nueva España en el ya lejano 1914.

En la actitud de Marañón palpitaba una extraña mezcla de fe y desesperanza, la misma que corrigió el curso vital de muchos de sus compañeros y que llegó a ensombrecer el tiempo de vida que les quedaba. Porque no fueron hombres adaptables a lo que había de venir, sino a lo que ya había sido y, sobre todo, a lo que habría podido ser. Pero en ellos se mantenía aún vivo el anhelo por salvar algo precioso, delicado, esencial, que creían encontrar vibrando en sus sueños de primera madurez.

«De la felicidad, se goza; pero de la adversidad, se aprende. La parábola majestuosa que traza en la Historia la vida de la raza peninsular está truncada y hay que hacerla proseguir. El destino de nuestra civilización está todavía por incumplido. A esa España voy y tenemos que ir todos. Cuando suenan horas solemnes, no hay pecado más grave que confundir el interés personal con el de la patria. Esto equivaldría a caer en el error irremediable que señaló la sabiduría divina: confundir el tiempo con la eternidad».

Ver los comentarios