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Los dueños del aire

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Hasta este mismo año, un grupo de señores y señoras controlaban por sí y ante sí nuestro espacio aéreo. Ellos regulaban el acceso a su profesión, ellos se cuidaban de que no entrara más gente de la cuenta y ellos, en fin, se organizaban el trabajo. A cambio percibían, a cargo del contribuyente, salarios que en promedio excedían con mucho (multiplicaban varias veces) los ingresos medios del resto de empleados públicos. Y con el suplemento de horas extraordinarias, atribuidas por ellos mismos, podían incrementarse aún más. No siendo los empleados públicos con mayor nivel de formación, alegaban, para justificar su sueldo, que su labor era estresante y comprometida.

Seguramente no lo es tanto la de los médicos de urgencias que operan a vida o muerte a los accidentados en carretera, o la de los militares que enviamos a Afganistán, y que entre los riesgos inherentes a su trabajo cuentan con la minucia de poder volver a casa en un ataúd. Porque estos servidores públicos, que han cursado formación superior (los médicos todos, los militares no pocos), ni de lejos están tan bien pagados.

La verdad, como pone de manifiesto esta comparación, era otra. Había que enterrarlos en euros porque ellos eran los dueños. Los dueños del aire, convertido en cortijo particular por una camarilla de listos que se habían arrogado la facultad de exigirnos, sobre la base de su saber arcano y hermético, y gracias a la connivencia por acción u omisión de las sucesivas autoridades aeronáuticas, el oro y el moro y lo que se les ocurriera después. Llevaban así diez años, desde un malhadado convenio firmado en 1999. Y una década fuera de la realidad (nada más irreal que pretender adquirir el derecho a hacerse millonario a costa del contribuyente y a trabajar sin que tus jefes te den instrucciones) es suficiente para que cualquiera pierda la cabeza.

Alguien les ha salido al paso, con mayor o menor acierto táctico, pero con innegable legitimidad y con razones poderosas, teniendo tras de sí el voto popular y sobre los hombros la responsabilidad de gestionar un erario público en apuros. Y estos señores y señoras, al perder su cortijo, al ver ordenado por otros su trabajo y mermada su opulencia, se han roto, dicen, y han montado lo que no estaba escrito. Así han estado unas cuantas horas, hasta que les han amenazado con la cárcel y la pérdida de su patrimonio y entonces se han rehecho de pronto, aunque lloriqueen por cómo los guardias los maltrataron.

Digan lo que digan, se ha hecho, al fin, lo que había que hacer. Enseñarles que los dueños del aire no son ellos, sino esos guardias y el resto de servidores públicos que sí estuvieron en sus puestos y todos los ciudadanos que se quedaron tirados por su soberbia y su inmadurez. Ha costado un disgusto mayúsculo. Pero ahora ya no hay vuelta atrás.