la brújula

Fantasmas y whisky con trampa

Viajamos hasta Fatehpur Sikri, en el noroeste de la India, un lugar de apenas 35.000 habitantes, pero que en otro tiempo llegó a ser capital del país

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Imaginad por un momento que me llamo Ismael y que os invito a un viaje a bordo del ‘Pequod’, el capitán Ahab oteando el horizonte desde el puente de mando en busca de la ballena asesina mientras golpea la cubierta con su pierna de marfil. La travesía nos llevará por todo el mundo y habrá escalas cada dos semanas, no importa si en un puerto de mar o tierra adentro, subidos a la cima de una montaña o hundidos hasta las rodillas en los manglares de una selva tropical. A los destinos exóticos les seguirán otros más de andar por casa, porque, que nadie se engañe, no hace falta subirse al Transiberiano para vivir una aventura. A menudo te espera a la vuelta de la esquina. También podéis enviar sugerencias sobre viajes que os hayan cautivado y que creáis puedan ser de interés para los demás. Y ahora despegamos, que no es poco.

¿Qué os parece si empezamos por India? Al norte del país hay una región a caballo entre Uttar Pradesh y el Rajasthan, azotada de junio a septiembre por los monzones y condenada el resto del año a una tenaz sequía; una tierra de excepcional dureza donde la gente sobrevive con lo mínimo y rinde culto a un panteón de dioses, desde Ganesh, mensajero de la fortuna con cabeza de elefante, hasta Shiva, heraldo de la muerte. A las afueras de Agra, donde se levanta la tumba de amor más famosa de la historia, hay una ciudad habitada por fantasmas, de muros rojos de piedra tallada y agostada por el sol. Su muralla hace pensar en una fortaleza inexpugnable, pero basta con cruzar el arco de entrada para descubrir un gigantesco palacio, salpicado de pabellones y cúpulas con forma de cebolla. Los edificios recuerdan joyeros, construidos sobre patios de columnas distintas las unas de las otras. No hay nadie. O mejor dicho, sólo los viajeros que por parejas o en solitario deambulan por plazas desiertas y pozas de agua estancada, mientras algún chaval se tira de cabeza en busca de unas rupias que dejaron su huella en la superficie cubierta de un manto vegetal.

Fatehpur Sikri es hoy en día un punto perdido en la inmensidad de India, un villorrio de apenas 35.000 habitantes, la mayoría hacinados en chabolas y casas de adobe extramuros del palacio. Pero hubo un tiempo en que fue nada menos que capital del país por obra y gracia del emperador mogol Akbar, que la mandó edificar en homenaje al santo sufí Salim Christi que había vaticinado que engendraría un hijo. Algunos pensarán que con 500 mujeres bajo su techo, entre esposas y concubinas, tampoco era como para elevar a Salim a los altares. No así Akbar, que debía tener escasa fe en sus posibilidades porque, cuando ese descendiente varón finalmente llegó, decidió tirar la casa por la ventana. En los catorce años que transcurrieron entre 1571 y 1585, la ciudad pasó de paladear el oropel de la Corte a que la abandonaran hasta hundirse en el olvido. ¿La razón? Quien la construyó no tuvo en cuenta la falta de manantiales o de ríos que garantizasen el abastecimiento de agua, y cuando el artífice de este despropósito exhaló su último aliento se llevó consigo el espíritu de un lugar que podría servir para ilustrar en las enciclopedias el concepto ‘falta de planificación’.

La ciudad recibe hoy en día las visitas de autobuses que, procedentes de Agra, se dirigen hacia Jaipur y el fuerte Amber, destinos ambos donde se alojan los turistas (la oferta hotelera en Fatehpur Sikri no es precisamente para tirar cohetes). El recinto amurallado, sin embargo, es otra historia. Naubat Khana, la ciudadela, es un patio porticado que ha sufrido innumerables saqueos a lo largo de la historia, pero que contra todo pronóstico sigue en pie. Entre ellos están la mezquita, a la que se accede por Buland Darwaza -54 metros de altura, la puerta más grande del mundo-, declarada por la Unesco Patrimonio de la Humanidad; y el Panch Mahal, un pabellón de cinco plantas, cada una más pequeña que la anterior, sujetas sobre columnas y donde las mujeres del emperador lograban escapar del calor achicharrante de estas latitudes. O el Parchisi, donde la Corte se entregaba al juego del que toma su nombre.

El conjunto se levanta sobre una pequeña colina que domina la carretera que antaño ocuparon los bazares y donde ahora velan legiones de guías locales, no todos oficiales. A propósito, ojo con los aguadores. Las tinajas pueden resultar exóticas y el calor asfixiante, pero el país no está hecho para el estómago de un occidental, al menos no el de uno que no se haya entrenado. Beber agua de una botella que venga desprecintada o comer verdura cruda -una simple ensalada- que hayan lavado en según qué sitios pone a prueba las cañerías del más osado. Y eso va también para los que deciden celebrar la ocasión con un whisky... y le ponen un hielo.