LA HOJA ROJA

La princesa prometida

C uando le preguntaron a Daniel Westling qué tenía que hacer un plebeyo para casarse con una princesa, el flamante prometido de Victoria de Suecia sonrió a las cámaras y respondió que siete años habían sido suficientes. La respuesta, que no dejaba lugar a dudas para que la prensa sensacionalista sueca lo tildara de «pueblerino sin estudios» y de algo más, no es, sin embargo, lo más preocupante. Lo preocupante, lo verdaderamente alarmante, fue la pregunta formulada el día en que se anunciaba el compromiso nupcial de la única mujer que reinará en la próxima generación.

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Una mujer a la que el trono, cuando llegue, le habrá costado más que a ninguno de sus colegas -si es que se puede usar ese término en el Gotha- porque si su nacimiento supuso la abolición de la Ley Sálica, tuvo que ser el parlamento sueco el que salvaguardara los derechos de la princesa ante la llegada de su hermano, el ansiado Carlos Felipe.

De la princesa Victoria de Suecia supimos pronto que era disléxica, que tenía problemas con los estudios y con la alimentación, pero que tenía una voluntad de hierro como correspondía a cualquier mujer del siglo XXI. Y también supimos que su entrenador personal la ponía en forma mejor que nadie en el mundo y que por él estaba dispuesta a dejar plantada la corona. Lo mismo que estaba sucediendo en todas las casas reales, donde los principitos ya se habían encontrado con el zorro.

Sí, recuerden aquello tan cursi de Saint-Exùpery («Serás para mí único en el mundo. Seré para ti único en el mundo...»). Vamos, que no tenían intenciones de pasar por ningún aro ni estaban por la labor de mantener tradiciones por muy tradicionales que fueran.

Sin embargo, a ninguna de las prometidas de los príncipes europeos que hemos casado en la última década -y no son pocas- les hicieron esa pregunta. Ni a Máxima Zorriegueta, ni a Mary Donaldson, ni siquiera a Mette-Marit Tjessem que fue la que rompió el hielo -nunca mejor dicho, por lo de Noruega- en esto de las reales Bodas Reales. Y muchísimo menos a Letizia Ortiz quien, por obra y gracia del matrimonio abandonó su prometedor futuro laboral y pasó de estar en las listas de las mejores profesionales del país a engrosar listas de las mejor vestidas del mundo.

A ninguna de ellas les preguntaron qué tiene que hacer una plebeya para engatusar y casarse con un príncipe. Quizá porque nos hemos acostumbrado a que el eterno femenino lleve implícito lo de ser personaje secundario, de reparto, que se dice ahora -miren lo bien que le ha ido a Penélope Cruz-, o quizá porque subyace en la mente colectiva aquello de que las niñas siempre quieren ser princesas, lo cierto es que estas plebeyas se nos presentaban como almas cándidas que por amor habían conseguido a un príncipe azul, y al pobre Westling nos lo venden como a un auténtico sapo, un aprovechado, un ser vulgar y demasiado corriente para una heredera, que necesitaría a alguien con formación y con presencia que le ayudara a representar un papel que por sí misma sería incapaz de desempeñar.

La historia es la de siempre. Que en esto de los tronos tampoco hay igualdad, y así, qué quieren que les diga, no vamos a ninguna parte.

Porque no podemos hablar de igualdad cuando sigue siendo noticia que las mujeres ganamos siempre menos que los hombres, cuando sigue sorprendiendo que una mujer desempeñe cualquier puesto de los presuntamente reservados a los hombres, cuando las ministras son noticia más por sus atuendos que por sus actuaciones, cuando se sigue cuestionando la presencia de mujeres en determinados ambientes, cuando se siguen organizando tertulias en torno al papel de la mujer en espacios presuntamente masculinos -sin ir más lejos, la que anoche celebraba la Expiración sobre las mujeres en la Semana Santa-, cuando no educamos de igual manera a nuestros hijos que a nuestras hijas.

Porque no podemos hablar de igualdad cuando la conciliación familiar parece una obligación exclusivamente nuestra, cuando en los colegios siguen llamando por teléfono a las madres si los niños se ponen malos, cuando la lista de la compra se escribe en la agenda del trabajo, cuando por negarte a admitir que la lavadora es un complemento femenino te llaman feminista y cuando la palabra «feminista» se sigue empleando con un sentido tan peyorativo que sirve para conjurar los peores instintos sociales.

Porque no podemos hablar de igualdad cuando la igualdad está en juego. Y nosotras tenemos el dado porque ahora es nuestro turno. El turno de enseñar a nuestras hijas que no por repetir hasta la saciedad nosotros y nosotras, niños y niñas, las cosas van a cambiar, que ni el lenguaje, ni las cuotas ni las paridades abren todas las puertas. Que las cosas cambiarán cuando ellas sean las protagonistas de su propia vida, cuando tengan las mismas oportunidades que los demás, independientemente de su sexo, de su género o de su número. Cuando nadie las deje ganar por su condición femenina, cuando nadie las haga perder por el simple hecho de ser niñas. Cuando puedan elegir su profesión, cuando puedan optar a cualquier puesto de trabajo sin que importe el aspecto que tengan. Cuando nadie espere de ellas que sepan limpiar, ni guisar, ni coser, ni planchar, cuando puedan criar a sus hijos sin que les asalte la culpa, cuando no haya necesidad de reivindicaciones en el Día Internacional de la Mujer Trabajadora, cuando hasta las princesas sean las que salgan a buscar «bellos donceles» para besarlos. Cuando se acabe el cuento que nos llevan contando toda la vida.

Las niñas ya no quieren ser princesas como las de antes.

Y yo me alegro por ellas. Que este reino, de momento, está lleno de sapos.