HOJA ROJA

El buzón de los chivatos

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Si hay algo que está mal visto en este país –mucho más que la corrupción, la mala gestión, los abusos y los recortes– es la delación. No sólo ahora, sino en esta larga historia que arrastramos cada mañana, los delatores han estado muy mal vistos. El chivato, el chivatazo, para entendernos. Tal vez porque de nuestros mayores hemos heredado el desprecio hacia el soplón, hacia el traidor, hacia el trepa que siempre consigue subir de escalón montándose en la prudencia –dice el refrán que se dice el milagro pero no el santo– y en la dignidad de los demás. Se lo decimos a los niños «hijo, no te chives, que eso está muy feo» y se lo decimos a cualquiera que se alimente de rumores y cotilleos, dándole la espalda al que tiene pinta de chivato. Lo peor, ya le digo.

Es por eso, y no por otra razón, por lo que el buzón de la ministra levantó tantísimas ampollas nada más ponerse en funcionamiento. Seremos pobres, nos rebajaréis el sueldo, os reiréis de nosotros en nuestra propia cara, nos dejaréis sin futuro, pero no seremos unos chivatos. Eso sí que no. Por mucho que sepamos que el vecino de enfrente cobra un subsidio y sale cada mañana a hacer chapuces. Por mucho que sumemos números y no nos cuadren las cuentas de esa señora que limpiando casapuertas tiene el mejor coche del barrio. Por mucho que más de un 20% del PIB esté algo más que sumergido. No, «Antes la muerte que la fuente» decían los españolísimos Roberto Alcázar o Pedrín –nada sospechosos de insidia, por cierto–. Y eso que la ministra ofrecía confidencialidad y anonimato –todavía peor, chivato y cobarde– a aquellos que se atrevieran a vender al prójimo, fuera su jefe, su superjefe, el portero o mi vecina Carmeluchi, todo en aras de salvaguardar el poco capital que no se han llevado al paraíso. Notificar, decía la ministra, chivarse interpretó aquí todo hijo de vecino.

Y eso es lo que hicimos, que para algo sabemos lo que es un Tercio Español. En menos de una semana el buzón se ha llenado de denuncias contra el partido gobernante. Demasiado fácil nos lo puso la ministra. Al fin y al cabo se trataba de «notificar este tipo de conductas fraudulentas e insolidarias para que sean objeto de análisis y, en su caso, de investigación por la Inspección de Trabajo y Seguridad Social». Y eso empezó a hacer el soberano pueblo, notificar los casos que más a mano tenían, atascando todos los buzones disponibles. Tanto, tanto que la ministra se vio obligada a emitir un comunicado en el que se aclaraba que una vez más no habíamos entendido nada a nuestro gobierno –yo, desde luego hace mucho que no lo entiendo– y que «esta práctica resulta habitual en todas las inspecciones». Y en vez de hacer su trabajo, despedazan los trozos de carnaza y nos la tiran para que acabemos nosotros de destrozarla.

Eso es lo peligroso. Que terminemos por considerar prácticas habituales lo que no son más que prácticas anormales de abuso de poder y lo que es aún peor, que convirtamos este equilibrio social que tanto nos ha costado construir, en una peligrosa carrera de cainismos, rencillas y ajustes de cuentas. Suena todo demasiado antiguo y demasiado alarmante. Se empieza por ahí y se acaba otra vez espiando al vecino y esperando sus denuncias. Y cada vez nos gustan menos estos viajes en el tiempo.