doctor en Ingeniería de Caminos, Canales y Puertos

Mis dos faros

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Durante estas dos últimas semanas he estado contándoles algunas historias relacionadas con el apasionante mundo de los faros, sobre los primeros ingenieros que los diseñaron y construyeron, así como de esos grandes sabios que descubrieron, con sus inventos y teorías de la luz, cómo iluminar el océano. Podría haber seguido narrándoles algunas historias fascinantes de los primeros faros de roca que se levantaron tras vencer dificultades de todo tipo, por auténticas dinastías de ingenieros especializados en tales obras, como los Stevenson en Escocia –relacionados con el famoso escritor de la Isla del Tesoro–, que en tres generaciones construyeron más de ochenta faros, los Douglas en Inglaterra o los Halpin en Irlanda. Lo dejaremos para otra ocasión.

Hoy les hablaré de mis dos faros preferidos, el de Chipiona, en Cádiz, y el de Cabo de Palos, en Cartagena, mi tierra. Dos ciudades tan comunes en muchas cosas: su antigüedad, su luz, el mar, la amabilidad de sus gentes; y tan diferentes en otras: su acento, sus fiestas, el humor, sus vientos, sus oleajes y sus mareas. Con el faro de Chipiona me une un afecto especial, y en cierto modo ha sido el responsable de que renaciera en mí la vocación tardía de escritor, como al final les explicaré. Este faro me sorprendió sobremanera cuando, por motivos de mi trabajo, viajé desde Madrid a Chipiona en 1990 para estudiar la regeneración de la playa de Regla, proyecto felizmente realizado. Recuerdo que era pleamar, pues había muy poca playa seca, pero sobre todo recuerdo la sorpresa que me causó cuando pude observar por completo la imponente figura de su faro. <»¡Leches, si es ‘clavaíco’ al faro de Cabo de Palos! –se me escapó en el más puro cartagenero–».

Los faros de Chipiona y de Cabo de Palos son muy semejantes por su monumentalidad–el de Chipiona, el más alto de España, con 69 metros y el de Palos, el tercero con 51–, así como por los problemas que tuvieron a la hora de ubicarlos. Eran faros diseñados para guiar, el de Chipiona, a los buques que enfilaban la desembocadura del Guadalquivir con destino a Sevilla, y el de Palos, para marcarles el rumbo hacia uno de los puertos más seguros y antiguos del mundo, el de Cartagena. También para avisarles del peligro que suponían –en el caso de Chipiona–, el Bajo de Salmedina y la Laja del Perro, ocultos durante las pleamares, y los pequeños islotes rocosos de las Islas Hormigas, frente al Cabo de Palos. Todas estas rocas han sido testigos mudos de los numerosos naufragios que allí sucedieron y que forman ya parte de la historia de ambos enclaves. Uno de ellos, el del vapor italiano el Sirio, el 4 de agosto de 1905 –sobre el que escribí una pequeña columna en este periódico–, hizo que el pequeño pueblo de Cabo de Palos se conociera en el mundo entero por el comportamiento bravío de sus pescadores y la solidaridad de su pequeña colonia de veraneantes.

La ubicación de dichos faros fue objeto de estudio y debate entre los ingenieros del Ministerio de Obras Públicas que llevaron a buen término el Primer Plan de Alumbrado Marítimo de 1847, para estar a la altura del resto de naciones desarrolladas. Así, en 1853, el Ingeniero Canuto Carroza proyectó un faro de 100 metros de altura en el islote de Salmedina. La Junta Consultiva reconoció las dificultades técnicas que planteaba su ubicación, cuya ejecución además «era causa de un gran dispendio»–decía el informe–. De haberse llevado a cabo hubiese sido el faro de roca más alto del mundo, y, en cierto modo, se hubiera recuperado la famosa torre (Caepionis Turris) cuyo nombre dio origen a la actual población de Chipiona. Eran tiempos, ya pasados, donde los criterios técnicos prevalecían sobre otros, más espurios. Con el faro de Cabo de Palos sucedió algo parecido, decidiéndose finalmente el construir primeramente los faros de la Hormiga y del Estacio (año 1862) para, tres años después, acabar el de Cabo de Palos, en una actividad inusitada en una zona apenas conocida, habitada por un pequeño poblado de pescadores, y en donde no queda ningún testimonio histórico de dichas construcciones. Sólo los versos populares que cantamos, con orgullo, los que de allí procedemos: «La Torre de Cabo Palos, la han hecho los catalanes, con piedra de sillería y arena de los arenales, y dicen que ha de durar, mientras que duren los mares». Del faro de Chipiona sí que queda documentación fotográfica, tanto de la colocación de la primera piedra, el 30 de abril de 1863, como durante los primeros años de su construcción gracias a las imágenes de Laurent. También hay referencias muy importantes en la Revista de Obras Públicas sobre el primer proyecto de D. Eduardo Saavedra y el definitivo de su mejor alumno, D. Jaime Font, que fue el que finalmente lo construyó, y del que ya hablé en otra ocasión. Poco después de su construcción surgió el tango inmortalizado en la voz de La Niña de los Peines, que decía : «El faro de Chipiona, lo van a poner más alto, pa que alumbre a los vapores, y no se pierdan los barcos…»

Como decía, un día, contemplando el faro de Chipiona, brotó en mi imaginación la idea de escribir una novela que convirtiera algunos de mis relatos en un homenaje hacia esos torreros y sus familias que vivieron épocas de abnegación y entrega a su trabajo, así como a esos dos faros, elegantes guardianes de esas dos costas y culturas milenarias, la Cartagenera y la Gaditana, bañadas por mares tan distintos, pero que han sabido dar refugio, luz y alegría a tanta gente. Entre ellos, a mí. Al final, no fue más que una agradable excusa para reencontrarme de nuevo con mi infancia, mis amigos y la nostalgia de aquel Cabo de Palos, representado por su faro, que tuve el privilegio de disfrutar.