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Una solución para la vivienda (1900-1930): las casas de canon

El Ayuntamiento cedió terreno público baldío a particulares a fin de que edificasen por su cuenta una vivienda

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Hasta mediados del pasado siglo XX la renovación arquitectónica de Toledo nacía, crecía, se reproducía y moría dentro de las murallas. A lo largo de dos mil años de historia, en este solar de 103 abruptas hectáreas fortificadas, reyes, gobernadores, eclesiásticos y nobles venidos a más alzaron palacios, categóricos templos, iglesias, dilatados hospitales a la italiana y severas casonas blasonadas. En el XIX, el estado liberal empotró en los solares desamortizados cuarteles, cárceles, escuelas y asilos, o bien los vendió a particulares para sus negocios, como fue el exconvento de agustinos recoletos que dio paso a una fábrica de fideos, previa al relumbrante Hotel Castilla.

Este legado colma la lista de los 111 bienes de protección integral del casco histórico del Plan de Ordenación Municipal de 2007.

Ahí están edificios desbordantes de crónicas que emergen sobre el mar de pardos tejados que cobijan las viviendas particulares ancladas en una rugosa topografía. En ellas moraba el vecindario común en apretada cohabitación en casas de dudosa salubridad y solidez. Desde el siglo XVIII, al marcharse la curia arzobispal y la nobleza al rescoldo de la corte madrileña, las propiedades quedaron en las manos de los administradores que fraccionaban los espacios para aumentar los ingresos. Poco a poco y según el bolsillo, empadronados y transeúntes ocupaban decadentes cuartos repartidos en torno a patios de columnas toscanas en cuyos fustes se ataban las cuerdas para tener la ropa o colgar la jaula del pájaro. En medio, bajo un cielo cuadrado por las cuatro crujías, se cosía, se lavaba o se vareaba la lana. Los inquilinos compartían los corredores de despostilladas losetas, además de pilas y retretes, si era el caso. En los semisótanos, impregnados de los aromas de las cuadras, residían modestas «industrias» como carpinteros, carboneros, silleros y otros oficios que no exigían de anchuras para colocar sus bienes de equipo.

A la endeble calidad de muchos edificios colmatados de inquilinos, se sumaría, a partir de 1890, un lento, lentísimo, crecimiento poblacional que iba agravando la demanda de viviendas. Aunque en 1911 se aprobaba en España la primera Ley de Casas Baratas, a la siguió otra en 1921, Toledo carecía de dos elementos básicos para crearlas: capital y suelo. Para solucionarlo, las corporaciones toledanas eligieron como alternativa la cesión de terreno público baldío a particulares a fin de que edificasen por su cuenta una vivienda (siempre en el plazo de un año) y abonasen un canon anual a perpetuidad que, por ejemplo, en el paseo de la Rosa, hacia 1910, suponía 8 céntimos por metro cuadrado. Una parcela media podía tener unos 130 metros cuadrados, de los que, tal vez, algo más de la mitad, era el patio o corraliza donde el inquilino almacenaba sus enseres o unas alambreras que, en un rincón, cercaban algún pollo, pichón o conejo sentenciados a protagonizar un guiso familiar.

Así fue como muchos toledanos colonizaron solares vírgenes en las márgenes del paseo de la Rosa, las carreteras de Mocejón, Navalpino, Solanilla, San Jerónimo y en los arcillosos cerros de San Roque. También hubo parcelas bajo los descalabrados terraplenes de las Carreras de San Sebastián, del Cerro de la Virgen de Gracia, San Juan de los Reyes, las Covachuelas, el Circo romano o desde la puerta del Cambrón hasta la Fuente Salobre donde se alzaron almacenes, talleres y garajes de automóviles. Sin embargo, el pago del canon no incluía la urbanización de estas nacientes barriadas, ni la acometida de aguas, el alcantarillado o el alumbrado, había que esperar a que el Ayuntamiento instalase titubeantes grifos públicos y alguna aislada bombilla (de vida efímera) para luchar contra las espesas tinieblas exteriores.

Cuando un solicitante lograba la cesión de suelo, debía presentar un proyecto firmado por un arquitecto titulado, siendo varios los elaborados por Ezequiel Martín (técnico de la Diputación) y, en mayor medida, por Juan García Ramírez, arquitecto municipal entre 1898 y 1928. Lo más habitual era levantar una casa de planta baja, sobre el suelo, sin aislamiento alguno. Luego, el maestro de obras y los dineros del inquilino determinaban el sello del alzado principal. Así abundaron los baratos y humildes muros de tapial encalado, frente a otros más sólidos a base de mampuestos y ladrillos con leves filigranas afines a los gustos de la época. Los más pudientes llegaban a disponer de una planta superior con balcones y herrajes de fundición. La entrada desde la calle comunicaba con el patio auxiliar y una primera habitación que, a su vez, se unía con la siguiente, pues no existían pasillos. Las estancias se delimitaban con endebles tabiques encalados, techos de cañizo y pavimentos que solían ser generosos absorbentes de humedades en toda la casa. Las cubiertas se cerraban a una o dos aguas con la secular teja árabe o piezas planas industriales, colindantes quizá, con alguna azotea donde campeaba al sol la colada doméstica.

En 1979, el consistorio comenzó a liquidar los amarillentos contratos de los cánones suscritos desde la época de Sagasta por escrituras de propiedad definitivas, decisión que dio el chupinazo de salida para convertir las sencillas construcciones de añosos solares en bloques de apartamentos-celdas y viviendas unifamiliares de diseño, donde es posible, acaso, desde la butaca del salón climatizado, bajo una cadencia de jazz, otear el Valle o el skyline de San Juan de los Reyes.

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