La noche de Fin de Año

Hay que educar en que salir en Nochevieja es un desprestigio

Salvador Sostres

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Es la noche más hortera, la más superficial, la que saca lo peor de nosotros: la parte más absurda, más cretina, la que más nos asemeja al montón, el rincón oscuro al que Dios no llegó cuando nos hizo a su semejanza. La noche de Fin de Año es el retrete del paganismo, la fiesta soez del exceso más cutre. Lo de las uvas revela un inquietante modo de relacionarse con la celebración, el ocio y el buen augurio que se supone que nos deseamos.

En casa, cuando aún estaba mi abuela, lo celebrábamos con cucharaditas de caviar. También en Via Veneto, con Hortensio Ramos dando las campanadas con un mazo y una olla. Son las dos únicas maneras adecuadas de celebrarlo: con la familia y en casa, comiendo cosas que realmente predispongan a la felicidad, y a la suerte que necesitamos, y no esas uvas que luego nos atragantamos y tenemos que correr a los hospitales; o en Via Veneto, también con la familia, y con la olla de Ramos, y tal vez brindando luego con algún amigo que también estuviera en el restaurante.

Todo lo demás, esta lamentable costumbre de quedar con los amigos para ir a los más espantosos lugares, sólo conduce a la degradación y al accidente. Es como estas fiestas de inauguración de los más diversos locales -a las que yo nunca asisto- y que en las crónicas salen todas las «semipús» que acudieron y nunca el cura que lo bendijo, y luego culpan de sus fracasos al capitalismo salvaje de lo que como auténticos salvajes trataron de ocultarle a Dios.

Educar es reprimir pero si cuando es el momento explicas bien las cosas, luego no hace falta reprimir tanto. Hay que educar a los hijos en el desprestigio de la noche de Fin de Año y de tantas otras cosas que no hace falta ser un genio para ver que no nos convienen. Sutilmente, cultamente, amorosamente hay que ir inculcando la verdad desde la más temprana edad porque cuando llegan los 16, los 17 y sobre todo los 18 cuesta mucho más abrirse paso entre gritos y bofetones, y además no sirve de nada. Cada vez que «porque es costumbre» o «porque es lo que todos hacen» o «porque sus amigos van» o «porque una noche como ésta no le puedo decir que no», le permites a tu hijo -y ya no digamos a tu hija- salir por Fin de Año estás comprando todos los números de la lotería para que pruebe las drogas si es que no las ha probado, para que se emborrache del modo más deleznable, para que se la lleven por delante en cualquier baño del más sórdido antro -de modo voluntario, etílico o directamente forzado-, o para que él sea el triste y criminal protagonista de estos desmanes: si aún crees que no hay diferencia entre chicos y chicas, en las consecuencias de la noche de Fin de Año podrás comprobarlo. Eso por no hablar de los accidentes causados por un amigo que «ha bebido pero controla», o por cualquier desconocido que piense lo mismo y te destroce la vida sin que tú, por una vez, hayas hecho absolutamente nada.

Fin de Año es un ensayo general para los padres. Si tu hijo te pide salir, algo habrás hecho mal. Si te lo pide tu hija, tienes que volver a empezar.

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