Reloj de arena

Miguel Ángel Iglesias: Uno de los nuestros

No sabemos si por objetor de conciencia o por saber que no aguantaba una orden de casi nadie se libró de la mili

Miguel Ángel Iglesias quiso ser artista Archivo Máximo Moreno

Félix Machuca

¿Recuerdan el estribillo de «Ese hombre» que interpretaba como nadie Rocío Jurado ? Aquel ajuste de cuentas por culpa del desamor, de la decepción y del engaño bien le valdría a muchos para definir la complicada y tormentosa personalidad de uno de los símbolos más subrayados del «underground» sevillano de los setenta y ochenta. El estribillo decía así: «es un gran necio/un estúpido engreído/egoísta y caprichoso/un payaso vanidoso/inconsciente y presumido/falso, enano y rencoroso, que no tiene corazón».

Para muchos, Miguel Ángel Iglesias , el percusionista sin compás de Barra libre y el protagonista de las películas más osadas de Gonzalo García Pelayo, encajaría en tan cruel y sincera descripción como un sable en su vaina. Para unos pocos, García Pelayo, Pive Amador y Máximo Moreno, aquel ángel caído en el fondo de una botella de coñá barato era, en cambio, un tipo con talento, formación y sentimiento a raudales.

Quizás los que escondía tras aquella primera impresión que tan bien describe el estribillo de más arriba. Un amigo suyo, Joserra Halcón, lo dibujó sin colores pasteles ni garabatos falsificados, dejándonos una impresión desconcertante del tipo: «un inaudito cúmulo de nefastas cualidades humanas nunca vistas en una misma persona». Iglesias no era ni músico, ni artista, ni guionista. Pero fue las tres cosas a la vez. Cantó para Triana, percusionó para Silvio , tuvo Barra Libre con García Pelayo, se enganchó al Sacramento con Silvio nuevamente, actuó y escribió para Los Flotadores, se convirtió en Mixtolobo con Andrés El Pájaro y fue actor principal de la trilogía cinematográfica descarada y provocadoramente tórrida de García Pelayo.

«Pasa por ser uno de los símbolos más reales y antipáticos del underground sevillano. Contó con más detractores que amigos»

Pive Amador lo sobrellevó como pudo y supo dándole calor pero insonorizándole las tumbadoras donde percusionaba. No tenía compás ni para llevar la pandereta de una tuna. Hasta que un día le dijo que no iba a tocar más en el grupo pero que le proporcionaría otro para seguir en el rollo, en aquel rollo que tanto le gustaba. He pensado más de una vez qué hubiera hecho Iglesias en La Factoría de Andy Warhol . O al lado de Bukowski, hermanados ambos por sus dependencias alcohólicas, sus agitaciones sexuales y una profunda soledad. García Pelayo y Máximo Moreno coinciden en que tras aquella primera impresión que tan pocos entusiasmos despertaba, Iglesias era un personaje tierno, encarcelado en un mundo interior de difícil escapatoria, con momentos de sensibilidad a flor de piel que lo llevaban a llorar desconsoladamente.

Quizás por esa razón, y por las que tenía como escritor y letrista, siempre formó parte del grupo selecto de las vanguardias locales de la música y el rollo «underground». Pive Amador lo define magistralmente cuando te dice que «era uno de los nuestros». Y así se sobrellevó aquel irrepetible personaje. En Rockola pisaba Silvio el escenario y la gente lo ponía chorreando de simpatía y cariño. Pero lo hacia Iglesias y la basca se volvía en su contra, sin que hubiera abierto el pico. Jamás se cortó.

«Si a Silvio la gente lo adoraba, a Miguel Ángel lo repelía. Era pura cuestión de química y de un carácter realmente difícil y poco tratable»

Tenía personalidad y descaro, desahogo y seguridad, mostrándose implacable con las debilidades ajenas, donde hurgaba con la sal y el vinagre de sus ensaladas a las ricas hierbas, hasta donde su mala baba estimaba preciso. No sabemos si por objetor de conciencia o por saber que no aguantaba una orden de casi nadie, se libró de la mili haciéndose pasar por fóbico. Adujo ante el capitán médico que lo examinó que le tenía fobia al verde militar , algo insoportable para él, hasta el punto de que se subía a los árboles y se ponía a chillar si tenía ese color muy cerca. La madre de Iglesias habló con el capitán médico y le rogó que su hijo hiciera la mili, que todo lo que le había contado era una patraña esperpéntica. El militar le contestó: lo sé señora, pero no puedo dejar que una persona como su hijo entre en el ejército…

«Se salvó la de la mili aduciendo fobia al verde militar. La madre le insistió al capitán médico para que ingresara en el ejército. Ni allí lo quisieron»

Aquel estúpido engreído, egoísta y caprichoso no aceptaba reglas ni estrellas de mandos. A no ser que fueran las de uno de sus amigos más reconocidos. Con Gonzalo García Pelayo vivió grandes temporadas en Madrid. Disfrutaba escuchando música y oyéndole hablar en aquella jerga que Iglesias utilizaba entre lo quinqui, el cheli y el sevillano callejero de la época. Le grabó muchas horas de sus monólogos y reflexiones, que hoy darían para una buena tesis sobre el habla de los vacilones de entonces. Cuando estaba rodando «Vivir en Sevilla» fue incapaz de memorizar, a su forma, el monólogo donde Iglesias se declaraba.

Tuvo que leer el guión con el papel en sus manos y así se rodó la escena. Lo que pudo ser una humillación, que nunca estuvo en la intención del director, Iglesias lo acató como un sumiso gatito que juega con un ovillo de lana. Murió dos meses antes que su amigo Silvio. Joserra Halcón le dedicó un artículo post mortem donde lo despedía como un tipo que, luchando contra la lógica de sus limitaciones, quiso ser artista por encima de todo. Quizás lo fue. O quizás tan solo fue «uno de los nuestros»…

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