Reloj de arena

Alfonso Gamero Cruces: La esmeralda más verde

Devoto macareno, ayudante de Marifé de Triana y personaje irrepetible de aquellos años de la Transición

Alfonso Gamero Cruces ABC

Félix Machuca

El inventó a Pedro Almodóvar . Y no al revés. El cine imitaba a la realidad. Y por entonces la realidad de las mariconas, como gustaba identificarse Alfonso Gamero , ya era quizás la cruz más pesada de las muchas que llevaba su segundo apellido. Con todas esas cruces pudo Alfonso. Con la de su humildísimo nacimiento en una España que los perseguía por ir contra natura. Y con la de los que quisieron utilizarlo como la esmeralda de la corona gay de condición sexual.

Alfonso fue tan libre como la propia obra de su vida. ¿A quién le importa lo que yo haga /a quien le importa lo que yo diga? Irreverente, transgresor, provocador, valiente, con más testosterona que la exhibida por muchos machos ibéricos de cartón. Una vez, Quintero le preguntó en la Colina que cómo se consideraba: ¿mariquita, gay, homosexual…? Y la respuesta hizo fortuna, como una bomba de sinceridad en mitad de un congreso político a la búlgara: «Yo soy maricón con acento en la o de bóveda». La Esmeralda de la calle San Luis era así: tosca, libre y sentimental.

Fue pintor de los que encalaban las paredes, arrendatario de sillas de asientos de «pelos de camella» de la carrera oficial y durante diecisiete felicísimos años le planchó la bata y los volantes a Marifé de Triana. Con ella conoció el mundo, la copla y el vértigo de la fama. Y quizás, con ella, con su amadísima Marifé, le nació su pasión por ser artista. Y lo fue. De la Sevilla de Altozano Moraleda que perseguía a los que paseaban por la acera de enfrente, se pasó a los gobernadores de la Transición , donde La Esmeralda se puso la corona, el traje de flamenca y una desvergonzada pose dramática que respiraba aires de libertad y desprendimiento de ataduras infernales. En un local de la carretera de La Rinconada abrió La Caseta. Y las noches de aquel tugurio donde Sevilla se daba bofetadas por entrar, se llenaron de Pléyades fugaces y travestidas construyendo un elenco de memoria de verdad: La Gurrumino, Rosarito la Popeye, la Tornillo, la Soraya, Estrellita la fantástica

A medio camino entre el cabaré, el tablao flamenco y el barracón de espejos deformantes, La Caseta fue el escenario de su gloria y fama. Micky el de los Tonys , que nos defendió en Eurovisión con aquel tema «Enséñame a cantar», fue como otros tantos famosos a conocer el tabernáculo libérrimo de La Esmeralda. Cuando Alfonso acabó su número, se dirigió hacia el cantante madrileño, haciendo lo que acostumbraba hacer todas las noches: sentarse sobre las rodillas del espectador y sacarle los colores con una lengua viperina y unos reflejos de portavoz de la Casa Blanca. Le hizo una proposición irrechazable: subir al escenario, interpretar el tema eurovisivo pero cambiándole la letra. En vez de enséñame a cantar tenía que proponer otra pedagogías: enséñame a… a eso mismo. A lo que Cela decía que los españoles hacíamos poco y mal. Micky lo cantó, la gente rodaba por el suelo y los fotógrafos de una inocente prensa del miocardio tomaban fotos de una interpretación muy libre de «Enséñame a cantar»…

Cuando el servicio militar obligatorio fue suprimido, se le oyó decir a La Esmeralda que «quien quiera un soldado, se lo va a tener que comprar de plomo». Tras esa fachada intimidatoria, burlona y carnívora, La Esmeralda escondía un corazón tembloroso, tierno y sentimental. Era un devoto macareno que raro era el día que no pasaba por la basílica para contarle sus penas y alegrías a la Señora de la muralla vieja. De esmeralda terrestre a Esmeralda celestial . Fue nazareno durante mucho tiempo de ese templo de plata, oro y esmeraldas que cobija a la Esperanza . Aquel trueno vestido de nazareno, en una madrugada, marchaba por la Avenida con la mano en el pecho. Apretándoselo. Como si le doliera. Un conocido le preguntó. ¿Te duele algo, Alfonso? Y respondió suelto y ligero: «No me duele nada. Lo que pasa es que mi hermana me ha cosido el escudo al revés…» En otra ocasión, Luis León , el capataz de la sangre verde, le suplicó que no diera ningún mitin durante la procesión. Alfonso lo tranquilizó. Se levantó la túnica y le enseñó las enaguas blancas antiguas con pasacintas de color verde esperanza que llevaba. La anécdota me la pasa Antonio Burgos . Y es tan real como las cruces que hoy tiene Alfonso añadidas a su apellido: el de su intensa juventud perdida y el del doloroso olvido que sucede a la fama…

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