Televidente

'The Last of Us': el infierno somos nosotros

«Ahora que la pandemia es un recuerdo, las series posapocalípticas no hablan del futuro, sino del pasado. Por eso la serie de HBO es tan inquietante»

Un hongo asesino y John Ford

Una escena de 'The Last of Us' HBO
Bruno Pardo Porto

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Ahora que la pandemia es un recuerdo, las series posapocalípticas no hablan del futuro, sino del pasado. Por eso ‘ The Last of Us ’ (HBO) es tan inquietante. Nos sitúa en un mundo en el que un hongo se extiende a velocidad de vértigo y convierte a unos humanos en zombies (a los que infecta) y a otros en miserables (a los que aterra). La acción empieza pasado el tiempo, con los destrozos provocados por la enfermedad ya asentados. La humanidad vive recluida en espacios seguros y opresores, regidos por el miedo: un estado de alarma permanente. En esas, un hombre al margen de la ley tiene que cruzar el país –Estados Unidos, por supuesto– con una niña madurada en el drama. Van a pie, ligeros pero armados, esquivando los peligros de un camino largo como la desesperación. Cuando más sufren es con las personas. En esa odisea (¿qué historia no es una odisea?) comprendemos que las catástrofes golpean dos veces: como catástrofe y como política, es decir, como violencia. El infierno somos nosotros, también.

La serie adapta el videojuego homónimo, y hay en la narración un regusto de ese formato: los personajes avanzan guiados por misiones, y el punto de vista baila entre el espectador y el jugador. Tiene su gracia y su mérito y funciona, pero lo interesante son él (Pedro Pascal y su piel de cuero, curtida por el dolor y por los años) y ella (Bella Ramsey, un descubrimiento). Y ese mundo que se dirige a la prehistoria. El progreso de los decrecentistas: calles vacías, sin coches, sin ruido. ¡Y los peatones van sin móviles por ahí! Da gusto verlos. Cuando se van a dormir se duermen y no pierden la vida en la pantalla. Aunque pueden morir en cualquier momento. Nada es gratis.

En el último capítulo, los protagonistas descubren una manada de jirafas paciendo en la ciudad. Es una imagen magnética, surrealista pero no demasiado, igual que los delfines en Venecia, un ‘fake’ que terminó siendo realidad. Cuesta no tener envidia de esas vistas, pero esa naturaleza que se adueña de la arquitectura está regada con sangre. Es la belleza contradictoria de las ruinas: la promesa de que un día fuimos felices, antes de que todo se rompiera. Es un pasado levantado con la imaginación, no con la memoria. Lo otro es más duro, siempre. Han pasado tres años ya.

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