De turismo en Perpiñán

Lo que trajo «El último tango en París» fue un auge del turismo nacional a Perpiñán, o a Biarritz, casi un turismo sexual, porque el español iba haciendo romería para asistir con butaca a aquella escena en que Marlon Brando acomete a María Shneider por detrás

Brando y Schneider en «El último tango en París», de Bernardo Bertolucci

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Lo que trajo « El último tango en París» fue un auge del turismo nacional a Perpiñán, o a Biarritz, pero un turismo que casi diríamos turismo sexual, porque el español iba, en general, haciendo romería para asistir con butaca a aquella escena en que Marlon Brando acomete a María Shneider por detrás, cuando se encuentran en un piso vacío, desangelado, lacerante.

La escena es una de las escenas de mayor nervio sexual en la hemeroteca del cine, con un Brando torturado , despeinado por dentro, casi huyente de sí mismo, y una María Shneider que era muchacha en flor de veinte años. Se cruzaron en la sodomía de guión . De modo que los españoles iban preparando su viaje a Perpiñán, con más ilusión de erotómanos que inquietudes de cinéfilos.

El culpable de aquella película de rauda fama maldita fue el gran Bernardo Bertolucci , y la pieza reunía la fotografía de un brujo del género, Vittorio Storaro, y el birlibirloque musical de uno de los maestros del jazz, zona inquietantes, Gato Barbieri. «El último tango en París» fue producción franco-italiana , y se estrenó en el 1972. En España, el estreno hubo de retrasarse hasta el mes de diciembre de 1977, tras padecer la censura franquista, durante varios años. Fue en ese tiempo de censura cuando la película cobró un prestigio de obra proscrita, una promoción de cosa diabólica, un gancho de producto perverso, entre la provocación y el porno, casi.

En Italia, la película fue llevada a los tribunales por la escena histórica del sexo anal . A Bertolucci le condenaron a cuatro meses de prisión. De la película hablaban incluso los que la habían visto, que ya decimos que fueron muchos, emprendiendo una peregrinación a Francia que tenía una mitad de gozo libertario y otra mitad de valentía clandestina. Estas travesías en paralelo a la censura pudieran apreciarse ahora como una gesta casi naif, pero fueron un atrevimiento sostenido, en su tiempo, y un motivo de tertulia entre osados, u osadas, que incluso sacaban el rato para celebrar los méritos de atmósfera existencial de la cinta, o el talento del Brando que milita en la salvaje melancolía, y en la esclavitud de la pasión.

El descaro erótico en varias escenas , que incluía no pocos desnudos apabullantes y sin adorno de María Schneider, aupó una moda de películas que rescataban clásicos literarios del género libertino como «Saló o los 120 días de Sodoma», o bien fantasías con tirantes de cuero que llevaba Charlotte Rampling en «Portero de noche». Esto, por no hablar directamente del coro crecido de Emmanuelles que enseguida empezó a dispersarse por ahí, con más láminas que malicias. María Schneider, allá por el 2006, adornó a Bertolucci y a Brando de conspiradores a sus espaldas para no avisarla de la crudeza prevista en la escena inolvidable , para bien o para mal, y según quien la mire. Bastó una toma.

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