Crítica de «Secretos de Estado»: La espía que me amuermó
El problema de esta película no es que sepamos cómo acabó la cosa: no hace falta recurrir al método Tarantino de reescribir la Historia para hacer interesante una trama basada en hechos bien conocidos
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Una funcionaria inglesa encuentra, en el curso de su trabajo, una carta que parece revelar juego sucio para facilitar que Naciones Unidas de luz verde a la (segunda) guerra del Golfo. Tras mucho dudarlo, decide hacerla pública: la prensa y, se supone, los políticos deberán hacer el resto. Ya sabemos el resultado: muerte y destrucción, aparición de «califatos» asesinos pero ni una triste arma de destrucción masiva.
El problema de esta película no es que sepamos cómo acabó la cosa: no hace falta recurrir al método Tarantino de reescribir la Historia para hacer interesante una trama basada en hechos bien conocidos. Basta evocar una historia similar, la de la prensa y el Watergate, que dio lugar a «Todos los hombres del presidente» , de la que esta es como la versión en femenino, «Todas las mujeres y hombres de la Reina».
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Secretos de Estado
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La comparación sirve para destacar las carencias de esta demasiado pulcra producción británica. Incluso dentro del registro realista que se ha escogido –en vez de desplegar una trepidante trama de género de espionaje–, cabe concebir un poco más de excitación a la hora de escenificar las discusiones en la sala de redacción del Observer, las reuniones con abogados, las citas clandestinas con activistas… A nivel dramático el «electro» sale completamente plano. Quizá el hecho de tratarse de personajes reales explica, pero no justifica, el respeto temeroso con que los interpreta un elenco presidido por una apagada Keira Knightley y un Ralph Fiennes en modo estreñido (al menos Rhys Ifans se desmelena un poco).
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