AUTORES. Mario Vargas Llosa, José Manuel Caballero Bonald y Fernando Iwasaki a las puertas de La Bodega Los Apóstoles. / JORGE GARRIDO
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Vargas Llosa desentraña en Jerez los misterios del amor

El autor peruano dialogó ayer con José Manuel Caballero Bonald y Fernando Iwasaki sobre su última novela, 'Travesuras de la niña mala'

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El amor torrencial, la pasión dolorosa, el cariño callado, el afecto distante, la ternura, el apego No hay una sola forma de querer, de igual manera que no hay una sola forma de vivir. Vargas Llosa lo sabe desde siempre, pero ha decidido contarlo ahora, que acaba de cumplir 70 años y se siente dueño absoluto de su capacidad y de su genio, conocedor perfeccionista de sus recursos, libre para cambiar de registro, de temática, de estructura y de sintaxis, sin tener que dar excesivas explicaciones a nadie.

Travesuras de la niña mala, la novela que el prestigioso autor peruano presentó ayer en Jerez es, ante todo, un ejercicio de nostalgia, entendida como visión plácida, pero constructiva, de la experiencia: una fuente irrenunciable de conocimiento. A pesar de ello, Llosa sentenció de entrada que «cuando uno vive permanentemente mirando al pasado, corre el riesgo de convertirse en estatua de sal».

De experiencia y de temperamento se nutren también las plumas de José Manuel Caballero Bonald y Fernando Iwasaki, los interlocutores de gala con los que Vargas Llosa mantuvo un diálogo fluido y vivaz, lleno de inteligencia y de chispa, sobre las particularidades de su última novela. El amor, como concepto -como materia-, se presta a juegos dialécticos de calado, disquisiciones, análisis más o menos eruditos e interpretaciones subjetivas, pero si ampliamos el espectro del debate y planteamos su larga y prolífica relación con la literatura, la extensión de la discusión adquiere una dimensión especialmente jugosa. Dos maestros y un alumno aventajado (por comparación) hablando sobre dos ámbitos que dominan: el sentimiento y la palabra.

Vargas Llosa, siempre exquisito en su forma de expresarse, reconoció que por el amor se había interesado «desde que era muy joven», pero no fue hasta hace algunos años en los que comenzó a «rondar la idea» de escribir una novela al respecto. Consideró que es un asunto literario «complejo, difícil de abordar» por la rica tradición creativa que gravita sobre la temática amorosa, algo que hace que muchos novelistas contemporáneos sean «reticentes a abordarlo», para evitar caer en tópicos trillados, convencionales. No obstante, se decidió a hacerlo porque había un reto en el hecho mismo de «escribir una historia de amor situada en nuestra época», ya que la sociedad actual «ha cambiado muchísimo con respecto a etapas pasadas», algo que deja su huella en los ritos, en los usos y costumbres que «lo han venido definiendo».

Este nuevo «amor moderno, emancipado», ajeno a mitologías románticas, es el centro de una novela que, además, incide en otras materias «totales y humanas», como el desarraigo, la evolución ideológica, o «los convulsos o tranquilos cambios sociales que ha vivido el mundo en el último medio siglo». A pesar de ello, es la primera vez que Llosa define una de sus novelas con la etiqueta, entre comillas ligera, de amorosa, quizá por que «al embarcarme en esta aventura quería dejar seña de que, aunque este sentimiento sigue siendo una experiencia intensa en la vida de los seres humanos, adopta otras formas, otras manifestaciones, que se puede contar».

Las materias primas fundamentales que Llosa ha utilizado son, según él mismo explicó, «la memoria y la invención». De hecho, la trama transcurre en ciudades en las que el autor ha vivido en diferentes épocas de su vida: Lima, Londres, París, Tokio o Madrid, «lo más autobiográfico de la novela», mientras que la «parte de amor es la más fantaseada». Algo, a priori, que resulta difícil de creer.